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La dictadura del miedo

lunes 01 de junio de 2015, 09:56h
Si nos remontamos en la historia de España, a cualquier época, observaremos que somos un país lleno de miedos; sombrío y sumiso desde nuestros ancestros. Muy probablemente, debido a la concepción de la propia identidad como nación, de pasar de ser unos pueblos bastardos y oprimidos, por otras civilizaciones, a cargar con la responsabilidad de crear una identidad propia. Esto es algo que nos diferencia notablemente del resto de nuestros vecinos europeos.

Mientras que unos países tienen un modo de pensar simétrico, limpio, cortesano, con una vida sutilizada que sabe expresar libremente el espíritu de Europa, nosotros, los españoles, nos sentimos los parientes pobres del proyecto común, como si fuéramos ciudadanos de segunda fila, de menos categoría y peso en la toma de decisiones comunes. Diríase que por nuestro carácter latino, mediterráneo, somos una raza temperamental, pasional y rebelde, pero es sólo una pose para con nosotros mismos. A los españoles nos cuesta mucho rebelarnos, y cuando lo hacemos, casi siempre es de una forma fracturada, autocrítica e irresponsable. Somos, por definición, un país de mansos, que transmite sus miedos y sus agravios de una generación a otra, anteponiendo el pasado al futuro, cuando debería ser lógicamente al contrario.

En España no está bien visto rebelarse, uno adquiere su rol de por vida, su bando, su status, su clan. Somos de derechas o de izquierdas por tradición más que por convencimiento: derechas o izquierdas, de toda la vida. Y quien no se postula en ninguno de los dos bandos se abstiene, se mantiene al margen, no se mete en líos. Un trauma común que se hereda, y que imposibilita a toda la descendencia, si uno no quiere significarse dentro de su propio entorno. Nosotros -por el clan- no somos, o sí lo somos, de esto o aquello. Somos muy dados a negar España, a negarnos colectivamente nosotros mismos, a mirarnos en el espejo del vecino y aflorar nuestras envidias, pero no somos capaces de hacer lo que hace el. Los españoles no queremos ser ni parecernos a los españoles, queremos ser alemanes, norteamericanos o finlandeses; sí, finlandeses lo que más, atraídos por su sistema educativo y político, pero sobretodo, por la forma con que han luchado contra la corrupción y superado la tasa de desempleo.

En España tuvimos la oportunidad de ser nosotros mismos tras la dictadura, o quizás es cuando dejamos de serlo, pasamos de un miedo a otro. Siempre en esa frontera del miedo, como escribía mi paisano, Dionisio Cañas, en su Historia de Tomelloso. Pasamos del miedo conocido al miedo por descubrir, como amancebados de un régimen que pensaba y hacia “política” por nosotros, y que de pronto, nos empujaba a crear una identidad nueva.

Pero una identidad totalmente al margen de lo que habíamos conocido, con el viejo fantasma de la represión y el miedo, que todavía algunos se empeñan en postular en pleno siglo XXI, como si no hubiésemos alcanzado la mayoría de edad democrática, que se nos supone, y estuviéramos preparados para afrontar nuestro destino con absoluta libertad.

La Transición tuvo, en su momento, el mismo sentimiento de desarraigo político que tenemos ahora, la misma inquietud o parecida incertidumbre ante lo porvenir y, como entonces, el miedo es el arma arrojadiza de unos contra otros, y volvemos a tener esas dos españas interminables, de conmigo o contra mí. Deseamos ser lo que no somos, anhelamos tener lo que otros tienen, pero no damos un ardite por ello. Seguimos encasillados en la peregrina idea de hacernos enemigos unos de otros, de separarnos por la razón más nimia, de crear abismos insalvables en base al miedo.

Las elecciones del 24 de mayo han puesto de manifiesto dos cosas fundamentales, que marcarán un antes y un después en nuestra convivencia; la necesidad de superar los miedos, y nuestro más firme compromiso de vivir en una sociedad democrática. El que alguien pueda pensar de manera diferente no es un obstáculo, ni siquiera un problema, es el evidente resultado de que somos una sociedad preparada, una sociedad que ha dejado –o está en ello- de ser servil, miedosa y retrógrada en sí misma.

Debemos ser autocríticos con nosotros mismos, despojarnos de los prejuicios que tienen las dictaduras del miedo, y aprender a manejarnos como ciudadanos libres, en cuanto a pensamiento y obra, haciendo de la discrepancia un ejercicio democrático, en lugar de utilizarla como arma que envenena nuestros más primarios instintos. Sólo venciendo a la dictadura del miedo, podremos vivir como ciudadanos libres.

Ismael Álvarez de Toledo
Periodista y escritor
www.ismaelalvarezdetoledo.com
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