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Superar nuestras barreras mentales

Superar nuestras barreras mentales

martes 01 de agosto de 2017, 09:04h
En mi ya larga vida he comprobado la actividad de tantos jubilados, hombres y mujeres, o personas en paro junto a jóvenes que dedican un tiempo a la semana a atender a personas con problemas. Hay servicios de sábado o domingo por la mañana. Quién sabe buscar, encontrará donde arrimar el hombro. Hoy quiero recordar una de mis primeras experiencias hace ya más de 30 años. Hablaremos de otras actividades que nunca son noticia en los “informativos” y que podrían ayudar a muchas personas que podrían disponer de dos o tres horas a la semana.

Estas personas, los voluntarios sociales que visitan hospitales psiquiátricos y centros que acogen a disminuidos psíquicos profundos, se dan cuenta de que los pacientes son mucho más receptivos y sensibles de lo que pensamos. No podemos adoptar la necesaria distancia terapéutica de los profesionales. Son “instrumentos desafinados”, y es preciso tratarlos con mimo, habilidad y paciencia. Y con mucha ternura siempre.

Un discapacitado psíquico supone una alteración en el orden habitual, pero no por eso deja de tener sus modos de expresión y de comunicación. Aunque no funcionen las reglas de la lógica que configuran el pensar racional, podemos servirnos del inefable camino del corazón. La intuición supera los condicionamientos de la razón. En cierto sentido, es un atajo. Esta es la actitud básica y el estado de ánimo que deben presidir nuestra relación con estos enfermos. Tenemos que adaptarnos a su peculiar dimensión del tiempo.

En algunos casos, levantarlos, acompañarlos a la ducha, bañarlos con toda la paciencia y alegría del agua tibia con el champú espumoso. Secarlos con suavidad, ayudarlos a vestirse, según la necesidad de cada uno. No pretender quemar etapas. No hay prisas. Si hay algo que no falta en esos centros es el tiempo, esa hoguera en la que nos consumimos. Cada gesto, cada paso es como si formara parte de un rito y no debemos alterarlo. Dejémonos llevar por una suavidad ordenada no exenta de firmeza cuando sea necesario.

En los Centros de acogida a discapacitados psíquicos profundos el aprendizaje es lento, pero la paciencia y la prudencia son fundamentales. Tal vez sea más fácil ponerle un jersey en un minuto, aunque él tarde cinco. Pero, entonces, la buena voluntad del voluntario se transforma en descuido que puede destrozar la tarea de meses de paciente repetición de actos dirigidos por un profesional que trabaja a diario con el enfermo, y no sólo en esas horas que el voluntario puede aportar en una labor complementaria a la del profesional. Este servicio puede ser formidable porque aporta algo distinto de la rutina: una alegría, una ternura y una paciencia que no siempre se pueden mantener cuando se trata de un largo aprendizaje.

En nuestro mundo regido por la mente, a menudo se olvidan los pequeños detalles, mientras que en “su” mundo hay que entrar de puntillas, para descubrir allí una riqueza de valores desbordante. Esta expresión la aprendí de boca del Dr. Gregorio Marañón cuando yo tenía 18 años, y jamás la he olvidado. Después de una mañana sin desperdicio, emerge siempre una pregunta: “¿Realmente aporto algo?” Uno cree que va a prestar una pequeña ayuda. Sin embargo, no es un intercambio en igualdad de condiciones, pues se recibe mil veces más de lo que se da. Pero es preciso abordar una cuestión que suele plantearse en algún momento de nuestro voluntariado. Es lo que he denominado "la sensación de manos vacías".

No se trata de que no haga lo suficiente en mi cometido ni que sea estéril mi servicio ante tantas experiencias de soledad, de dolor o de injusticia. Al contrario, es el momento de experimentar la propia debilidad y la indigencia de todos los seres y de todas las cosas que anhelan alcanzar su plenitud, aunque parezca que se mueren, como el grano de trigo o de mostaza, la sal o la levadura. Es la experiencia de la gota de agua que se sabe océano, de la persona que se sabe humanidad y que todo cuanto sucede tiene un profundo sentido. Lo que ocurre es que antes de encontrarnos con el dolor, con la enfermedad, con la injusticia y con la muerte tan sólo nos ocupábamos en sobrevivir, aunque hiciéramos muchas cosas y diéramos muchas vueltas, como Alicia que "corría y corría para estar siempre en el mismo sitio".

Esa sensación de manos vacías no debe asustarnos ni desanimarnos. Es en esa experiencia de debilidad donde se enraíza la auténtica fortaleza, que siempre es prestada. Una vez asumida esa debilidad, y ante cualquier desfallecimiento, uno recuerda al sabio Chuang Tzú "es el suelo quien te ayuda a levantarte". No pasa nada. Ante todo, mucha calma. A veces, es mejor descansar. Una buena siesta, un paseo, practicar algún deporte o divertirse con los amigos es una excelente terapia para esa fatiga de la experiencia del sufrimiento ajeno. Por poco que hagamos, si dejáramos de hacerlo quedaría sin hacer eternamente. Otros, miles, millones de personas podrán hacer muchas otras cosas, pero si nosotros no damos ese vaso de agua, esa agua quedará sin ser bebida.

Lo grande, lo pequeño, lo caro, lo alto, lo bajo... no son más que categorías y apariencias que uno puede transformar con su entrega cuando no se buscan resultados ni se piensa en el mérito. El Patriarca Bodhidharma respondió al Emperador de China. “Tus acciones no tienen mérito, porque las realizas pensando en el mérito”. No se trata de empeñarse en hacer el bien, ni siquiera de querer hacerlo: basta con actuar con naturalidad y transparencia. Basta con ser consecuente para superar las barreras de la mente.
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