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Rosa Postigo (Regidora): "Una vez abierto el telón, todo debe de funcionar como un reloj suizo"

  • "Para nosotros cada día, cada función es un estreno"
  • "No hay cosa que más destroce a los actores, o a los equipos artísticos y técnicos que un regidor se ponga nervioso"

jueves 15 de noviembre de 2018, 10:43h
Rosa Postigo (Regidora): 'Una vez abierto el telón, todo debe de funcionar como un reloj suizo'
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(Foto: Rosa Postigo )
Rosa Postigo (Zaragoza, 1960) es regidora en la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) desde 1997. Quiso haber estudiado Periodismo pero no lo hizo por puras razones económicas. Entonces no había más Facultades que las de Madrid y Barcelona, y su familia no podía permitirse el lujo de mantenerla estudiando fuera de Zaragoza. Esa circunstancia la forzó a matricularse en Filología pero Rosa no terminó la carrera. Un hijo (hoy es músico profesional) a los 20 años fue una razón poderosa para no seguir: “he llegado demasiado pronto a las cosas...", reflexiona ahora con la perspectiva del tiempo. Su marido, un profesional también vinculado al teatro, muchos años después, apoyó abiertamente que Rosa retomase sus estudios. Solo que en esta segunda ocasión fueron de piano, italiano, inglés y chino. La zaragozana y madrileña se desquitaba así de un pequeño revés que le dio el destino...

En La Comedia, sede de la CNTC, Rosa comenzó como apuntadora con Adolfo Marsillach en 1991. Digamos, para los jóvenes amantes del teatro que el de apuntador es un oficio ya en extinción del que un actor que tiene casi tanto de poeta como de cómico, Pepe Viyuela, dice en su hermosísimo Bestiario de teatro (Amargord Ediciones, 2018) que “se alimenta de palabras, las consume a toneladas con la única intención de vomitarlas, llegado el caso, en el oído del actor trémulo que las perdió. Es un nexo entre la vida y la muerte, el bálsamo que resucita las almas muertas de los personajes que han quedado varados, la piedra filosofal que convierte la sombra en luz y que devuelve el color a las mejillas pálidas de quienes sufren la enfermedad del olvido”.

El hecho cierto es que Rosa entró como apuntadora casi por casualidad: “cuando Adolfo estaba haciendo La gran sultana y, la entonces titular de la Casa, Blanca Paulino, tenía que salir de gira con otros montajes (La verdad sospechosa y El desdén con el desdén), y tenía que buscar alguien que la sustituyera en su ausencia. Adolfo comenzó a preguntar entre las personas de administración a quién podría probar para ver si encajaba como apuntador o apuntadora , pero nadie sabía de nadie… Fue finalmente mi marido, que entonces también trabajaba en La Comedia, quien le dijo a Marsillach que su mujer podría hacerlo y que, por favor, me hiciese una prueba. Así comenzó todo; después estuve haciendo un meritoriaje durante unos cuantos meses y ya ahí me enamoré del verso. La palabra y el teatro ya me gustaban mucho, pero ahí el verso me atravesó”. Rosa no era una profana en el mundo del teatro porque, estudiando Turismo, se integró en una compañía aficionada de teatro con la que subieron a las tablas a muchos autores (Ionesco, sobre todo), “aunque yo era, y sigo siendo, muy tímida y me daba mucha vergüenza exponerme ante el público, y con esa propuesta casual de Adolfo encontré esa manera de ‘estar y no estar’ desde una posición que no me molestaba nada, sino todo lo contrario. Yo soy muy curiosa y ese oficio me resultaba la mar de interesante porque podías ver todo el rato todo cuanto pasaba en escena, y muy de cerca, y sin que a ti te viera nadie… Desde entonces, ese mundillo me enganchó definitivamente”.

Unos siete años estuvo Postigo trabajando como apuntadora. Así, hasta que después de fallecer el entonces regidor en la Compañía -“recuerdo que fue un miércoles, el único día en el que entonces librábamos-, el director técnico le ofreció sustituirlo porque, en su opinión, ‘eres quien mejor se sabe siempre la función’. Rosa no lo dudó ni un momento, recogió el guante y desde entonces forma parte de la Regiduría de la CNTC: “Estábamos con un montaje de Joan Font, los Entremeses de Cervantes y yo le dije al director técnico que si me dejaba una tarde para poder estar en el ensayo, me atrevo a hacer de regidora. Y así fue, me tiré al ruedo y lidié con ese toro –aunque ya sé que la metáfora no es hoy políticamente correcta-. Todo salió estupendamente porque al día siguiente ya hice la función como regidora”.

Para Rosa la figura del regidor es clave, absolutamente necesaria en una compañía teatral porque “es el enlace entre la dirección artística y la dirección técnica del montaje. Yo estoy en los ensayos desde el primer día, siempre al lado del director o directora, y escribiendo en mi cuaderno absolutamente todas las cosas que indica. Me da lo mismo que se trate de ideas vagas que, a priori, a mí no me van a servir (‘aquí hay una atmósfera de tristeza…, aquí de alegría’, etc.), y todo aquello que técnicamente indica y que después va a influir en el desarrollo de la función. Y luego, todas esas cuestiones más concretas: este actor tiene que entrar por este lado o por este otro, va vestido de esta manera, hay que sacar esto de utillería, hay que bajar este telón, subir esta puerta o este trasto, cae agua, cae la arena, entra la luz, aquí hay un cañón, inmediatamente después un efecto de sonido determinado… Todo debe de funcionar como un reloj suizo. Una vez abierto el telón, en el escenario mando yo, el desarrollo de la función es mío. Si hay algún error, algún problema, yo tengo que decidir inmediatamente qué hacer. Tengo, incluso, la capacidad de decirle al director, si pasa algo y entra al escenario, que se vaya por favor. Si tú eres un buen regidor, el director siempre confía en ti... A veces, entre cajas, se acercan al escenario porque han visto algo extraño, y en cuanto me ven ya perciben que está todo controlado, que no pasa nada y que lo mejor que pueden hacer es tranquilizarse porque si los técnicos o los actores ven a esa figura que, normalmente, no está entre cajas, lo único que va a pasar es que va a cundir el nerviosismo y la ansiedad, que no va a ayudar nada a nadie a poder tirar para adelante con la función. Todo lo contrario: puede causar un bloqueo generalizado”.

¡Todos a una!

Personalmente, no ha tenido que pasar nunca por esa situación límite del bloqueo, pero Rosa conoce algún episodio en la compañía, en el que el regidor no fue capaz de hacerse con el control de lo que estaba pasando: “tú puedes tener respuesta, o tomar una decisión equivocada, que no sea la mejor, pero en ese momento todos tienen que confiar en ti. Porque siempre es menor el efecto provocado por cualquier decisión, incluso errónea, que si te quedas varado en la inacción. Si no se hace nada, aparecen siempre muchos protagonistas a la vez que quieren cubrir ese hueco pensando que sus propuestas son siempre las mejores. Por eso el regidor tiene que decidir siempre. Si luego me he equivocado, pido perdón después, pero se hace como yo digo, y todo el mundo sigue con su trabajo y atento a lo próximo que tiene que hacer para que, en un momento determinado, las aguas vuelvan a su cauce y la función pueda ‘subir’ otra vez…”.

“Aquí, cuando se sufre, se sufre de verdad…”

Y Rosa abunda en la complejidad y en la responsabilidad de su labor al afirmar ahora que “el espectador no tiene por qué sufrir los posibles errores tanto humanos como mecánicos, porque a veces puede saltar la mesa de luces, o fundirse algún foco, o que un elemento que tiene que bajar, no lo hace y hasta que pones el back up, apenas son 15 segundos -porque tengo unos compañeros maravillosos en todas las secciones y te lo resuelven todo-… Yo también tengo que confiar ciegamente en los responsables técnicos porque aquí todos estamos a una, y cada cual conoce perfectamente su trabajo…”. Rosa pone tanta pasión al contarnos las ‘tripas’ de su quehacer que casi nos corta la respiración solo pensar que alguno de esos mil aspectos que encierra cada función pueda fallar… Y, de pronto, nos corroe una sola duda: ¿se sufre o se disfruta más como regidor? Rosa lo piensa un poco para terminar diciéndonos: “…al final se disfruta, pero cuando se sufre, se sufre de cojones (con perdón), porque en nuestro oficio se juega con algo que está vivo. Para nosotros cada día, cada función es un estreno. ¡Todos los días! No acepto que nadie de mi equipo me diga ‘es que me he despistado porque, como llevamos 50 funciones…’. ¡No lo acepto, no…! Tú llevas 50 funciones pero, para el señor que ha venido al teatro y ha pagado su entrada, es la primera y la única y no podemos permitir que exista un solo fallo y darle la ocasión de que, por él, salga diciendo que ‘vaya birria de función, no quiero volver’.

Del enunciado, al caso concreto: “A nosotros nos han pasado cosas muy gordas en una función en el aspecto técnico. Las hemos subsanado. Se ha visto que era un error y el público ha llegado a notar que pasaba algo, o incluso ha habido que suspender momentáneamente la función, pero la sincronización que ha habido entre cajas ha sido perfecta y hemos seguido para adelante y, al acabar la función, el público nos ha hecho salir a saludar también, y nos han aplaudido… Luego, hemos disfrutado por la comprensión que hemos recibido del público, pero mientras ocurría el contratiempo, lo pasamos muy mal. ¡Hasta se me ha secado la boca…! No hay cosa que más destroce a los actores, o a los equipos artísticos y técnicos que un regidor se ponga nervioso. ¡Yo puedo estar temblando, pero a mí la voz no se me quiebra en ningún momento! Hay que dar confianza, tranquilidad. Tu voz tiene que transmitir un punto de autoridad. Tienes que dar la impresión de que ‘sé perfectamente lo que estoy haciendo’, aunque no lo sepas…”, termina diciéndonos con una risa un tanto nerviosa que nos evoca la tensión que debe de vivirse en esos instantes.

Rosa, al tiempo que defiende la necesidad de la figura del regidor en la Compañía, tiene también la amarga experiencia de la desaparición del oficio de apuntador y yo no pondría la mano en el fuego porque ,en un futuro más o menos lejano, el oficio de regidor también podría estar en peligro de extinción: “está claro que en el teatro privado ese peligro viene por el terreno económico, por la disminución de costes aunque con ello se vea muy tocada la calidad final del montaje. Y en los teatros públicos (nacionales, autonómicos o locales), –y sé que con esto puedo buscarme enemigos-, falta una buena formación. Hace mucha falta incidir en este aspecto. En la Escuela de Tecnología se dan temas monográficos de 20 o 30 horas, que a mí me parecen claramente insuficientes. El verano pasado estuve de gira con La dama duende y, en una de las localidades por las que pasamos, Murcia, vinieron un buen grupo de alumnos del Instituto del Teatro murciano a ver la función. La visita incluía también un paseo entre cajas, y poder comentar después algunos aspectos del montaje con los actores, etc. Y recuerdo que a la chica que coordinaba la visita le sugerí que debiera hacer esto mismo pero de forma más profunda en lo que al aspecto técnico se refiere porque, más que nadie, los alumnos del Instituto deben de saber desde el principio que todos somos un equipo, y que no es posible que los actores vayan por un lado, y nosotros por otro. A ellos se les ve, y a nosotros no. Pero, si nosotros fallamos, a ellos se les ve mucho peor… En el teatro, todo es un conjunto; no hay trabajos individuales, salvo en un monólogo. Y, lo mismo que los actores tienen que estar al cien por cien en cuanto pisan el escenario, nosotros tenemos que estarlo también en las dos horas aproximadas de cada función”.

“Aunque perdiera el libreto, podría hacer la función entera de memoria!”

Insisto en ese temor que soterradamente circula por la cabeza de todo regidor en estos tiempos de hipertecnificación: su posible sustitución por un robot, o cosa parecida. Ese nivel de memorización, ese control tan exhaustivo de todos y cada uno de los procesos que confluyen en cada una de las representaciones, ¿crees, de verdad, que podría asumirlo una máquina con inteligencia artificial? Para Rosa, “aunque a veces tú misma puedas sentirte como un robot, diciendo todos los días lo mismo, en un momento determinado, dando las mismas órdenes y de la misma forma, sí… Pero es que hay tal cantidad de variantes que pueden surgir en un momento dado (que se vaya una mesa, que a un actor le dé un desmayo…), que dudo que se pudiera programar a ese robot hasta ese punto y para que pudiera suplir tal cantidad de variables… De todas formas, nunca se puede decir que esto no va a pasar porque cosas más raras se han visto…”.

Bromeamos con ella sobre la remota posibilidad de que sea ella misma quien, llegado el caso, pudiera sustituir a cualquier actor de la función que lleve entre manos (ahora, a punto de estrenar ya El castigo sin venganza), porque ella –junto al director o directora de escena-, es probablemente la única que se sabe da función de p a pa. “No solo eso -nos comenta entre sonrisas-, sino que también, cuando ya estamos con los ensayos generales, sueño siempre con todos los detalles: ‘pasada. Tiene que estar el telón abajo y la puerta abierta. Esto cerrado y no sé qué, no sé cuántos… La memoria 0, lista. Prevenido. A la voz de cambio entra tal cual. Memoria 1…’. ¡Hasta la última memoria de luz me la sé! En otras palabras, que no solo me conozco el texto de pe a pa, sino todos los cambios y memorias de la función. ¡Aunque perdiera el libreto, te aseguro que podría hacer la función entera de memoria!”.

¡Dios mío!, me he dicho siempre, las gentes del teatro deben de tener la memoria flash del cerebro -valga la desafortunada metáfora-, absolutamente saturada. Rosa nos tranquiliza al respecto diciendo que “en cuanto terminas las representaciones, afortunadamente se olvida todo. Pero, al mismo tiempo, aunque yo ahora estoy preparando el próximo estreno, El castigo sin venganza, dentro de un mes me voy a Milán con La dama duende, y puedo ponerme al día otra vez en muy poco tiempo nada más recuperar todas mis anotaciones y volver a memorizar todo”.

Amor

Si hubiera que concentrar en una sola cualidad todas las que necesita tener un regidor, ¿cuál sería?, le preguntamos a Rosa. Como una centella, sin necesidad de utilizar ni un segundo para buscar la respuesta, nos dice convencida: “¿te lo digo en serio…?” ¡Por supuesto!, le respondo. “El amor… Sí, el amor es sobre lo que se sustenta todo lo demás. Si tú tienes amor por lo que haces, te autoexiges, te superas, tienes rigor… para mí, el amor es tan importante que creo que todo lo demás viene dado… Quizás otra persona pueda decirte que es la templanza, el método. Todas las cosas son importantes, pero a mí me parece que lo verdaderamente imprescindible es el amor hacia lo que estás haciendo, el respeto hacia esa profesión y eso automáticamente te lleva a ser rigurosa, a llenarte de templanza, de servicio a los demás, de inyectar en el equipo la tranquilidad y la confianza necesarias para redondear el trabajo”.

Todo eso es muy poético, le decimos, pero seguro que en alguna ocasión has tenido que perder los nervios, en alguna situación extrema… Y Rosa nos relata una anécdota de las muchas que se viven casi a diario entre cajas: “que los actores se olviden alguna vez del texto es relativamente frecuente. Pero también que un actor tenga que salir a hacer un ‘mutis’, salir de escena, y olvidársele que tenía que volver a entrar, y hay que decírselo. Una vez me pasó algo muy gracioso con una actriz, cuyo nombre no te voy a dar. Yo la conocía muy bien y sabía que era muy despistada, así es que estaba siempre muy pendiente de ella cuando se acercaba el momento de entrar en escena. Un día, mirando con el rabillo del ojo, veo que no está. Y pasaba el tiempo y seguía sin estar, así es que decidí bajarme al foso a ver si estaba por allí y, efectivamente, me la encontré absolutamente nerviosa y gritando, ya a punto de la histeria, ‘¡estoy perdida, estoy perdida!’ No sabía encontrar el camino de vuelta al escenario. La agarré de la mano, tiré de ella y, prácticamente, la empujé para que entrara en escena… Luego me reía, y una vez dentro del escenario, me miraba y yo no estaba muy segura de que pudiese acabar la escena porque, del puro estado de nervios en el que estaba, ella tenía también una risa contenida… ¡… en ese momento yo la quería matar!”, nos dice transmitiéndonos muy gráficamente toda la tensión vivida: “Hay una cosa que está pasando también en el teatro. Y es que nuestro oficio no deja de ser un reflejo más de cuanto sucede en la sociedad. Me refiero al ‘todo vale’. Hay quien me dice ‘sí, entró más tarde esta luz, ¿y qué?’, o ‘no pasa nada por haber entrado unos segundos más tarde a escena’. ‘Pues no señor, no da lo mismo!”, afirma irritada Rosa.

Es la responsabilidad, el amor a un oficio que, al final, se parece más a una religión, el causante de que no se pueda evitar ese hormigueo en el estómago cada vez que se va a abrir el telón. “Absolutamente –afirma convencida la regidora-. En cada representación me sucede eso, independientemente de que sea en este o en cualquier otro teatro. Es que, además, la experiencia me ha enseñado que, si te relajas, si te confías porque ya llevas haciendo la función un montón de veces, corres el riesgo cierto de que ‘se te vaya la olla’. Soy un ser humano y, a veces, puedo ponerme a pensar que tengo que ir a por esto o aquello a El Corte Inglés, pero procuro que eso me suceda fuera del trabajo. Desde el principio tengo que estar concentrada y pensar que en el mundo, y en ese momento, no existe nada fuera de la función que va a empezar”.

El tiempo de ensayos previos para presentar un nuevo montaje en La Comedia, sede de la CNTC, suele ser unos dos meses o dos meses y medio y, ya en las dos últimas semanas, suelen hacerse ya con el primer diseño de luces, con toda la maquinaria en marcha, para poder afinar, con el vestuario… Hay varias funciones previas y, finalmente, llega el día del estreno. Todo está a punto y ‘el niño’ se va a presentar en sociedad. ¿Es el día de la máxima tensión?: “para mí no es ese día, sino el primero en que hacemos la función ya con público Da igual que se trate de amigos, que se trate de un corte de abono y que aún no sea el estreno oficial… Es ese primer día con espectadores esperando en la antesala del teatro, que busco a la jefa de sala, Graciela, que ‘yo lo tengo todo preparado’ y que, cuando quiera, puede ya abrir las puertas al público. Esa media hora previa a levantar el telón yo estoy en constante revisión, miro, repaso, vuelvo a mirar las cosas, me tranquilizo, salgo, me como un caramelo… Y eso, aunque solo haya unas docenas de personas en el patio de butacas. Ese día, para mí, es el primero de los nervios”.

Se siente una mujer con suerte por haber podido compartir momentos e inquietudes con artistas de la talla de Adolfo Marsillach, Pilar Miró, Héctor Colomé, entre muchos otros que ya nos han dejado, o con Carlos Hipólito, Adriana Ozores, Emilio Gutiérrez Caba, José María Pou “y muchos otros compañeros más que, afortunadamente, aún les quedan muchos años para poder seguir disfrutando de ellos… Ha sido un placer verlos tan de cerca, en el escenario, entre cajas y no poder quitarles los ojos de encima porque te atrapaban. ¡Y eso es tan bonito...! Yo se lo digo muchas veces: cuando sois capaces de romper esa cuarta pared que, para mí es el monitor (ahora las escenografías son tan importantes, que no hay sitio donde ponerse, y tengo que seguir la función a través de uno o varios monitores…), que a veces ni os veo las caras, solo moveros, y cómo cambia la luz… ¡Cuando sois capaces de eso, que a mí me habéis traspasado, el público tiene que estar en la gloria…!”. Y siente mucho no haber podido trabajar nunca al lado de José María Rodero, o de no haber intervenido en aquel mítico montaje de El alcalde de Zalamea que protagonizó Jesús Puente, o con Fernando Delgado (“trabajé con su hijo, Alberto Delgado, que hizo El frondoso en el Fuenteovejuna que dirigió Adolfo…”).

Aunque ahora su marido trabaja en el Teatro Real de Madrid, y su hijo se dedica a la música, la familia de sus suegros estuvo durante décadas viviendo de un teatro familiar itinerante, cuya carpa montaba y desmontaba su marido desde muy joven. “Allí trabajaba mi suegro, su hermano, mi suegra vendía las entradas… Toda la familia. No es raro, pues, que en mi casa se haya vivido siempre intensamente todo lo relativo al teatro y a la música”. La pasión, pues, por el teatro rezuma por todos sus poros. ¿Hay algo comparable a la magia del teatro?, le preguntamos, y la regidora nos responde que sí: “la música me encanta y, además, soy absolutamente ecléctica en este terreno. Me gusta todo, desde la ópera hasta los grupos rockeros de mi adolescencia… Incluso grupos de heavy metal, sobre todo sus baladas (Scorpio, ACd&DC, Led Zeppelin). La pintura me gusta también mucho, pero no soy para nada una entendida…”. Y, como vamos apurando el tiempo que tenemos, cambiamos radicalmente de tema para disculparnos por la utilización del genérico, regidor, y de no hacer siempre alusión a la feminización del oficio. Rosa nos responde que para ella no hay absolutamente ningún problema en la utilización del término en masculino o femenino. Lo que de verdad le importa y le alegra es que “desde que la mujer entró en él, arrasó claramente y lo feminizó. Quizás –asegura-, porque es un oficio en el que no hace falta la fuerza física, como puedan ser maquinaria, luces o utillería, y en el que cuenta mucho la capacidad de organización. Y para esto las chicas estamos especialmente dotadas, no nos cuesta tanto hacerlo….”.

Nuevo salto, ¿A quién teme más un regidor, al director, a los actores o al público?: “Depende del momento –nos responde-. La historia es que, a veces, nos convertimos en el saco de boxeo sobre el que caen todos los golpes. Si el director no se atreve, o no quiere hacer responsable de algo a algún actor, te hace responsable a ti. Yo, aún a sabiendas de que eso no es así, nunca eludo frontalmente la cuestión y suelo responder que sí, que es verdad, y que trataremos de que ese error no se vuelva a repetir... A veces, con los actores sucede otro tanto porque tampoco no se atreven a decirle algo directamente al director (‘no entiendo lo que estás diciendo’, o ‘no entiendo tu propuesta’, etc.), y nos culpa a nosotras (que le estoy danto muchas cosas a la vez ‘una capa, un sombrero, una carpeta, un no sé qué…, y no puedo moverme’), y una, sencillamente, se limita a hacer lo que le manda el director… En otras ocasiones también los demás compañeros, que tratan de desviar sus propias equivocaciones o de disculparlas (‘es la primera vez que me pasa…’). Estamos ya acostumbrados a esto…”.

Es media tarde y todavía podemos tomar un café en una de las mil y una terrazas madrileñas que, por supuesto, vamos a aprovechar. Las lluvias han traído ya de verdad el otoño a Madrid. Esperemos que, durante muchos años, solo se sigan llevando la contaminación y que nunca arrastren consigo oficios tan bellos y necesarios como este, clave en las grandes compañías de teatro. Gentes como Rosa seguirán siendo, si no imprescindibles, sí muy necesarias para asegurar que la poesía del teatro pueda seguir surgiendo desde la certeza del trabajo bien hecho, del mecanismo de relojería riguroso y preciso que aporta la figura del regidor o, como es el caso, la regidora.

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