"Lo siento. No puedo. No puedo comer en ese lugar. (...)
No puedo comer junto a esa gente. Van demasiado limpios y su ropa es demasiado
nueva. Me dan asco. El mismo asco que yo le doy a un africano. Los zapatos de
esa gente son demasiado caros. (...) Yo merezco el escupitajo del africano. Yo
merezco el odio del africano. Yo merezco el odio del pobre. Y la gentuza que come
dos platos y postre en ese lugar merece mi odio". Estas son las palabras que
repite varias veces el único personaje en escena de 'Mi relación con la comida', la obra de la galardonada dramaturga,
escritora, escenógrafa y actriz catalana Angélica
Liddell en un monólogo que protagoniza la actriz albaceteña Esperanza Pedreño en la representación
que desde hace unas semanas viene haciendo en la sala Galileo de Madrid.
La protagonista del monólogo es una autora que tendría que
reunirse con un crítico teatral para comentar su nueva obra, pero se
niega de lleno a comer en un restaurante caro, en donde un puñado de
encorbatados triunfadores ni se plantea que
hay muchos otros hombres y
mujeres que no podrán jamás traspasar las puertas de ese restaurante,
sencillamente porque nunca tendrán el dinero suficiente para poder permitírselo.
El esfuerzo físico y las facultades actorales que
Pedreño muestra a lo largo de los aproximadamente 90 minutos de monólogo son
más que encomiables, y más aún en un día (el viernes,19), en que la
representación se retrasó casi 40 minutos sobre la hora anunciada de comienzo
"por razones de programación", según
rezaba un cartel informativo situado en la taquilla del
teatro.
Al margen de los detalles técnicos (la iluminación nos
pareció inadecuada, irregular y escasa en algunos momentos de la obra), lo
verdaderamente relevante de esta puesta
en escena es la notable interpretación de la monologuista, y el trallazo mental
que supone para el espectador un texto tan
directo y duro, lleno de frases
cortantes como cuchillos, que suponen un verdadero alegato contra la mediocridad y la hipocresía social que
prefiere cerrar los ojos a realidades tan dramáticas como ciertas: media
humanidad se está muriendo de hambre, mientras que la otra media disfruta o
sueña con disfrutar con las delicatessen culinarias de Ferran Adrià o hacer rutas
de turismo gastronómico, tan de moda en el satisfecho Occidente.
Densa e intensa
Liddell hace del vituperio un género dramático y da
cabida en los noventa minutos de función a decenas de temas
que ponen en evidencia las contradicciones y el egoísmo del sistema económico
capitalista que antepone el beneficio económico a todo lo demás. En ella, además
del hambre, se habla de la casta política -de todo signo y orientación-, de la
iglesia, de la guardia civil, del papel del teatro en una sociedad
aburguesada y acomodaticia que utiliza
la cultura únicamente para narcotizar al público, que tiene un espíritu cada vez más acrítico y manipulado.
Pero, por si todos esos temas fueran pocos o nimios, se habla también del instinto
de conservación; de la sanidad; de la violencia; de los privilegios, la tiranía
económica de unos pocos contra la gran masa, que se conforma con una remuneración
inadecuada; de revolución, o de la
necesidad de despertar a todas estas realidades. Y todo ello, salpicado con frecuentes citas a
filósofos de la talla de Platón,
Sócrates o Marx.
Como ven, un menú demasiado intenso para ser digerido
sin consecuencias posteriores porque lo
que no hace el texto, en ningún caso, es dejar indiferente al espectador. La
obra, que fue premiada en la XIIIª edición del premio SGAE de Teatro en 2004,
es tan ambiciosa como lacerante e incómoda para el espectador. De lo que este no puede acusar a la autora es de
haberse dejado ningún tema en el plato. Y esa es, justamente, su mayor fortaleza y debilidad al mismo tiempo.