martes 26 de mayo de 2015, 11:37h
En
un lugar de Madrid, de cuyo nombre no quiero olvidarme -Calle de Lope de Vega,
Monasterio de las Señoras Religiosas Descalzas de la Santísima Trinidad- hace
cuatro siglos que reposaban, en un modesto osario, los restos mortales del
mayor escritor en lengua española de todos los tiempos, al que llamó Emperador
del habla castellana el periodista Mariano de Cavia. Miguel de Cervantes
Saavedra yacía, entre otros vecinos de la Villa, bajo el enterramiento colectivo
de una tropa de niños anónimos, hasta el día en que alguien tuvo la idea de
buscarlo, con ocasión de dos consecutivos centenarios: el de la edición de la
segunda parte de su "Don Quijote", en 1615, y el de su muerte, en 1616.
La
humildad de su sepultura, en un lugar de Madrid, se corresponde con la
manifestada en su testamento, en el que no designaba herederos de su hacienda
"por no tener bienes ningunos, ni quedar de mi cosa que valga nada". Eso decía,
"puesto ya el pie en el estribo, con las ansias de la muerte", con la
sinceridad del moribundo, aquel que había dejado en herencia el mayor
patrimonio literario de la cultura hispánica. Aquel quien, en los meses
anteriores a su postrer viaje, venciendo sus dolencias, había redactado las más
bellas páginas de la aventura inmortal del caballero andante y su leal
escudero. El escritor que había enriquecido las señas de una cultura cuya
imagen universal no sería la misma sin las figuras inconfundibles de Don
Quijote y Sancho Panza.
Hace
ahora un siglo, también entonces, los españoles sintieron el deber de
conmemorar la muerte de Cervantes con el máximo relieve literario y monumental.
Para promover la conmemoración se constituyó una Junta, en la Presidencia del
Consejo de Ministros, presidido por su titular Eduardo Dato Iradier, apoyada
por un comité ejecutivo compuesto de siete personas, coordinadas por el
académico y director de la Biblioteca Nacional Francisco Rodríguez Marín, del
que formaban parte el ya citado periodista Mariano de Cavia, la investigadora
Blanca de los Ríos, los académicos Fidel Pérez Mínguez y José Gómez Ocaña y los
escritores José María Ortega y Norberto González Aurioles. El comité abrió
suscripciones populares para financiar ediciones de El Quijote y para erigir un
monumento cuyas piedras y bronces no solo evocarían la persona de Cervantes
sino la vitalidad del idioma que Don Miguel hizo brillar universalmente.
Aquellos propósitos se cumplieron satisfactoriamente, a pesar de que Eduardo
Dato sería asesinado, poco después, por unos bellacos y malandrines que se
hacían llamar anarquistas, como los asesinos de aquellos otros grandes
presidentes que fueron Cánovas y Canalejas en los años de la Restauración.
Fueron tres caballeros sin miedo a arriesgar su vida al servicio de su dama, España,
haciendo frente a la utopía criminal.
Cervantes,
recordado dignamente, seguiría siendo, a pesar de ello, un personaje con zonas
oscuras en su biografía. Ello explica que en 1986 el hispanista Jean Canavaggio
ganase el premio Goncourt de biografía con un libro significativamente titulado
"Cervantes. En busca del perfil perdido". En nuestros días, con ocasión del IV
Centenario, los equipos científicos coordinados por Francisco Etxeberría, se
lanzaron a la tarea de encontrar el perfil material perdido en la penumbra de
una cripta, excavada en un lugar de Madrid y dieron con los trozos de frente y
mandíbula que componían el perfil fisionómico de aquel hombre de ajetreada
vida, tan zarandeada que asombra pensar como encontró el sosiego suficiente
para culminar una obra de tan profundos caracteres y exquisitos matices. Allí,
en el archivo del convento, el historiador Francisco Marín Perellón encontraría
el documento clave del traslado de los restos, inicialmente sepultados en la vieja iglesia del monasterio, a la
cripta del nuevo templo de la misma comunidad.
Nadie
debe olvidar, con la actualidad de este hallazgo, que la segunda parte del
Quijote fue escrita en aquel barrio de Madrid por un autor pobre y enfermo que
trazó las líneas de la joya más suntuosa de nuestro idioma. La belleza de esta
segunda parte no desdice la originalidad de la primera, con el nacimiento y
carácter de sus personajes, inicialmente nacidos para transitar por los caminos
de la Mancha. Pero, camino de Zaragoza y Barcelona, el Caballero de la Triste
Figura no solo vence a su parodia apócrifa de Avellaneda sino que triunfa sobre
los ecos de su propia nombradía. Se trata de una arquitectura novelística
refinada y no de una simple continuación de la primera parte. Don Quijote y
Sancho, como observó agudamente Thomas Mann "viven la fama de su propia fama".
En sus nuevas proezas Don Quijote es reconocido por quienes lo encuentran y es
consciente de cuidar su señorial y escarmentada presencia y su idealista
discurso. Es un protagonista dueño de sus acciones que administra con
ponderación el espectáculo de su noble locura.
Merece
la pena el hallazgo de los huesos perdidos para resucitar el ambiente de
aquellas calles, en el corazón de Madrid, que conservan sus dimensiones de otra
época, como reliquias engarzadas en el marco de la gran ciudad. Calles de un
lugar de Madrid que no debemos olvidar, donde se podía malvivir, escribir
libremente y morir humanamente, faltos de riqueza pero sobrados de genialidad,
para "pasar a un más allá de la muerte..."
Ex diputado y ex senador
Gabriel Elorriaga F. fue diputado y senador español por el Partido Popular. Fue director del gabinete de Manuel Fraga cuando éste era ministro de Información y Turismo. También participó en la fundación del partido Reforma Democrática. También ha escrito varios libros, tales como 'Así habló Don Quijote', 'Sed de Dios', 'Diktapenuria', 'La vocación política', 'Fraga y el eje de la transición' o 'Canalejas o el liberalismo social'.
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elorriagafernandezhotmailcom/18/18/26
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