domingo 19 de abril de 2015, 09:46h
Se
llamaba Katia Romescu y a nadie le importaba. Apareció tirada en una cuneta un
hermoso día de invierno. Ese, quizá, fue el más notorio de su vida, cuando su
nombre fue de boca en boca de gente que jamás la había conocido. No tuvo amigos,
porque nadie fue a su último momento en este lugar de sombras. O quizá sí los
tuvo, lejos, pues no se enteraron de que su nombre y apellidos estaba siendo
trajinado en un juzgado como preludio cruel del archivo de su existencia. Cuando
la introdujeron en la tierra solo tuvo el adiós de un par de funcionarios. Se
metió en la caverna del final y de ella jamás se supo. Su historia quedó
también enterrada en la montaña de papel de un juzgado de Valencia, en el que
la tinta poco a poco se iba corroyendo, como las historias que guardaba ocultas
para siempre. Katia Romescu, Ilia Monteanu, Lleana Popescu..., nombres que
llegaron del frío para vivir, y morir, en otro frío distinto, el de la nada.
Yo la conocí vagando por internet. Había finalizado
mi último libro de poemas, El sueño de la
vida, y me juré que jamás volvería a escribir poesía porque me dejaba seco
por dentro, porque cada verso que me arrancaba del alma exprimía mi
sensibilidad hasta dejarme exhausto. Manuel, me dije, al carajo la poesía. Es un
arte que necesita demasiado sufrimiento para conseguir un gramo de belleza. Lo
que de verdad necesitas es desengancharte de los versos con la prosa, gozar las
palabras, imaginar situaciones, divertirte jugando con ellas. Tienes que pensar
en una novela. Es lo que siempre has deseado. Y entonces me puse a imaginar una
historia. Y como la quería real, y descarnada, que naciera de los bajos fondos
para envolverla con palabras de belleza, pues me puse a leer sentencias de los
juzgados en internet. Y entonces llegué a la historia de Katia. Una más de las
que seguro hay a cientos en el vivir de cada día.
Katia llegó España muy joven. Apenas tenía
17 años. La engañaron mafias oscuras diciéndole que venía a trabajar de
camarera. Incluso alguna amiga pagada le dijo que aquí podría formar una
familia. Y con esa ilusión se subió una noche a un autobús destartalado que
después de muchas horas la llevo a la costa valenciana. Llegó exhausta, sin
apenas comer, con los ojos hinchados y el corazón hirviendo ante la nueva vida
que imaginaba hermosa. En su pueblo era imposible subsistir. Pero nada más
salir del autobús la dejaron en un puticlub de carretera con habitaciones
mugrientas. Entonces, ante luces de neón, y hombres desconocidos que la manoseaban,
sus 17 años comenzaron a llorar y a pedir volver a su pueblo. No cesaba de gritar
y protestar. Hasta que una madrugada le dieron el billete de vuelta. Fue a su primer
origen. Al del silencio misterioso de la nada.