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Indicios de recuperación… ¿dónde?

Indicios de recuperación… ¿dónde?

jueves 16 de abril de 2009, 08:22h
Optimismo de la voluntad, pesimismo de la razón. No es fácil compartir, con los números de los indicadores en la mano, el relativo optimismo del presidente norteamericano en torno a la influencia de las primeras medidas de su gobierno sobre la situación de la economía. El propio Barack Obama aplica cautelas a su optimismo, de manera que, aún creyendo ver indicios de recuperación en un horizonte no lejano, lo acompaña de la sensata advertencia de que aún nos faltan tiempos difíciles por vivir. Y es que el flujo del crédito parece todavía reacio a dejarse influir tanto como se esperaba por las medidas de intervención. Así que entre el cauto optimismo de Obama y las campanas al vuelo lanzadas por la vicepresidenta Fernández de la Vega hay largo y probablemente doloroso camino por recorrer.

Tampoco conviene olvidar que, con los datos del sentido común sobre la mesa, la recuperación en Europa vendrá más tarde que en Estados Unidos, y aún habrá de demorarse más en España, donde tenemos casi todos los indicadores sensiblemente peores que las medias europeas. Pero es que incluso en Estados Unidos, y tras las intensivas medidas de la nueva Administración, se acumulan signos de inquietud. Las ventas minoristas en Estados Unidos sufrieron una lógica caída del 1,1% en marzo, tras dos meses de un tanto artificial subida. Y no fueron mejor los precios de producción industrial, que ya acumulan una caída interanual del 3,5%. Por otra parte, la caída en la inflación mayorista debe atribuirse sobre todo al  descenso en los precios de la energía y un poco al de los alimentos.

Observados con frialdad y prudencia los datos de la realidad, el inicio del cambio de signo en la situación de la economía no es probable que se perciba incluso en Estados Unidos antes de finales de año, o en el mejor de los casos, muy poco antes. No lo veremos desde luego en Europa hasta por lo menos muy avanzado el año próximo, que será aún más dramático si cabe que el actual para la economía y el empleo en España. Conviene reiterar la advertencia de que por encima del listón del 20% de desempleo, se harán inevitablemente visibles signos de fractura social en nuestro país. Y ese listón se va a alcanzar y superar, sin la menor duda, dentro del año 2010.

Escrito lo anterior, es preciso reconocer la capacidad y pulso políticos de la vicepresidenta Fernández de la Vega, cualidades que puso una vez más de manifiesto en su comparecencia de este miércoles en el desayuno informativo organizado por Europa Press con llamativa y plural asistencia. Incluso sin compartir lo que dijo, que merece serios e importantes reparos cuando no una enmienda a la totalidad en lo que hace a la situación económica, hay que reconocer que lo dijo muy bien y con eficacia muy superior a la habitual de la mayoría de sus compañeros de gobierno. Tiene además la ventaja de que no es persona que se pare en barras, lo que le permitió informarnos de que no es que la España de Rodríguez Zapatero se inserte, presuntamente, en la alta dirección de la línea global dominante, sino que esa línea global, en la nueva etapa de Obama, sigue el camino precursor trazado por Rodríguez Zapatero. Sin cortarse un pelo, que diría un castizo. 

Partícipe de las tesis intervencionistas en política económica –las expresadas no hace mucho por el ahora titular de Fomento, José Blanco, con esa antítesis del liberalismo que sintetizó en la inolvidable reclamación de “más Estado y menos Mercado”–, la jurista María Teresa Fernández de la Vega se muestra y declara convencida de que la crisis financiera y económica global es una gran oportunidad para caminar, conforme a los ideales socialistas, hacia un modelo en el que las decisiones económicas no se tomen desde la ciencia económica sino desde la voluntad política, lo que le permite ver y glosar un Rodríguez Zapatero –a fin de cuentas presente, aunque algunos piensen que más bien de polizón, en las cumbres internacionales como el reciente G-20– convertido en figura central de un nuevo orden global basado en el multilateralismo, la alianza de civilizaciones –esa original denominación que nos permite saber que el fundamentalismo terrorista islámico, cuyas primeras víctimas son por cierto los propios musulmanes, es, para sus promotores, nada menos que una civilización y obliga a preguntarse qué será entonces la barbarie–  y algo que habrá que definir y que denominó “responsabilidad social”. 

Lo peor de todo esto es que no es cierto, y que los mercados no se lo creen, y que la razón económica y la experiencia histórica avisan de lo mal que terminan los intervencionismos políticos sobre la economía, que no resuelven la crisis y generan las condiciones objetivas para la corrupción, la violencia e incluso las guerras. Como el papel y los discursos aguantan todo lo que se escriba, ahora resulta que es el mercado libre el que nos ha puesto “al borde del precipicio”. ¡Si Ludwig Erhardt levantase la cabeza! Es inevitable preguntarse cómo se pueden decir estas cosas contra la evidencia de los hechos y de la experiencia histórica, pero se puede, vaya si se puede. Y lo peor es que cuando las dicen otros resulta grotesco o ridículo, pero hay que reconocer que Fernández de la Vega lo dice con extraordinaria eficacia, incluso con capacidad de persuasión. Como dirigente político, y al margen de sus ideas, esta mujer resulta un lujo a todas luces infrecuente y envidiable.

Pero la economía es otra cosa, y por mucho que se empeñen los intervencionistas, la gravísima crisis global presente no va a resolverse –por lo menos no va a resolverse en paz– con actuaciones políticas de regulación e intervención, sino precisamente haciendo posible eso que no les gusta a los intervencionistas, es decir, el Mercado libre. Cierto que se ha conseguido levantar, contra el mensaje liberal, con engaños y demagogia, la aversión de las clases populares y se ha llegado al extremo cinismo de presentar la corrupción como derivada de una presunta liberalización, cuando es fruto evidente de todo lo contrario, de la orgía intervencionista que pone gran parte de la economía bajo control gubernamental. Esto último, por cierto, no es impune, porque significa, en términos empresariales, el dilema entre renunciar a esa parte de la economía o entrar en el juego diabólico de la corrupción. Es suficiente con mirar en torno.

Por eso sigue siendo cierto que, contra el dogma, la realidad. Y la realidad es que los países más prósperos del mundo son aquellos que se han construido sobre las reglas del mercado libre, es decir, sobre la libertad política y el liberalismo económico. Dicho de otra manera, si se quiere más expresiva: el mapa del mundo libre es la geografía del Mercado, en tanto el mapa de la corrupción es la geografía del intervencionismo del Estado. Así es la realidad, por mucho que pese a algunos. El progreso es exactamente lo contrario de lo que pretenden los intervencionistas. El progreso significa un país con menos leyes y buenas leyes que protejan los mercados libres, y por ejemplo, alejen el urbanismo de la voracidad de las Administraciones. El progreso debe ser un país fiscalmente moderno, con tipos marginales limitados y generosos incentivos para la radicación de empresas y la actividad productiva, un país competitivo, gratificador de la iniciativa y el riesgo, liberado de ancestrales recelos contra el comercio, el beneficio y la riqueza, un país en suma de profesionales libres y honrados, de empresarios libres y honrados, de ciudadanos libres y honrados con plena capacidad de elegir.

Por supuesto que los intervencionistas afirman que esto es imposible porque el hombre individual es, según ellos, indolente, torpe y avaricioso, y necesita la tutela pretendidamente científica por la mano demasiado visible del Estado. Pero no es verdad, sencillamente no es verdad, que esa sea la hora actual de la corriente de la historia. No es verdad en economía, como tampoco es verdad en política que sea posible la alianza entre la Civilización y la Barbarie. Escrito todo lo cual sólo queda dolerse de lo mal que lo debe estar haciendo la oposición para ser incapaz de trasmitir a la ciudadanía el conocimiento y la convicción de lo que sucede.
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