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Haití, metáfora de la tragedia de América Latina

Haití, metáfora de la tragedia de América Latina

viernes 15 de enero de 2010, 11:22h
Opinion - Pedro González

Haití, metáfora de la tragedia de América Latina

14-01-2010 - Pedro González Enviar a amigo imprimir archivo opina
Haití, metáfora de la tragedia de América Latina

Haití es el segundo país que se independizó de una metrópoli europea después de Estados Unidos. Pero, a diferencia de la actual gran superpotencia, aquella república de antiguos esclavos negros jamás conoció otros parámetros que los de la más absoluta miseria. Cedida por España a Francia en 1697 por el Tratado de Ryswick, la colonia haitiana se convertiría desde entonces en la mejor del imperio galo gracias al auge de su sistema de plantaciones, viable por supuesto en la medida en que se gestionaba mediante la explotación esclavista.

La guerra de la independencia de las colonias americanas de Inglaterra primero, y la Revolución Francesa inmediatamente después, alumbraron un Haití teóricamente libre el primer día de 1804, tras el correspondiente derramamiento de sangre. Y, como nada es gratis en la épica de la historia, Francia no reconocería ese estatus a su ex colonia hasta 1826 tras obligar al gobierno haitiano a pagarle 150 millones de dólares-oro, una deuda descomunal para la época. El Vaticano tardaría sesenta años en reconocer la independencia de Haití y Estados Unidos esperaría aún más, hasta que lo decidió finalmente el presidente Abraham Lincoln.

Deshecho el imperio español, sucedido en las taifas del criollato, Haití no era un buen ejemplo para las nuevas repúblicas independientes americanas. Sí, “América –el continente- para los americanos”, pero manteniendo que siempre hubo clases. O sea, Francia, pero tampoco España, podían reconocer a una república absolutamente insólita por haber surgido a partir de los negros trasladados como esclavos desde las costas africanas de Senegal. De ahí que, a modo de mal menor, Haití estuviera regido desde mediados del siglo XIX por una minoría mulata, fruto obviamente del cruce entre los amos blancos y las primeras esclavas negras africanas.

La originaria isla La Española, primera tierra americana pisada por Colón, terminaría también por establecer una radical línea divisoria. El Haití independiente intentó la anexión de la parte oriental de la isla, que no solo se resistió sino que consiguió su propia independencia, estableciendo una república antitética de la haitiana, es decir con predominancia del poder en manos de criollos blancos.

Aquella fracasada aventura bélica haitiana determinaría su futuro de miseria. El país se convertiría de hecho en un gueto mulato-negro, con todo un primer tercio del siglo XX bajo la ocupación de soldados estadounidenses. Washington sometió a Puerto Príncipe a largos periodos de embargo comercial, práctica que luego extendería a Cuba durante toda la segunda mitad del siglo XX.

Con estos antecedentes no es, pues, extraño que Haití se convirtiera en la finca privada de dictadores como François Duvalier (Papá Doc) y su hijo Jean-Claude (Baby Doc), cuyas prácticas corruptas apenas si tenían que envidiar a las de otros dictadores latinoamericanos, preludio por otra parte de las que se registran en el continente africano desde la descolonización de los años sesenta del pasado siglo.

Desde 1986, en que se produjo la gran insurrección popular, Haití no ha conocido apenas un momento de respiro. Leslie François Manegat, el general Namphy, Prosper Avril, Erthe Pascal Bouillot, Jean-Bertrand Aristide y René Preval componen la lista de inquilinos de un palacio presidencial de blanca arquitectura colonial, ahora reducido a escombros como la práctica totalidad de los edificios más emblemáticos de la capital y de los principales núcleos de población del país.

El terremoto ha hecho tabla rasa de decenas de miles de vidas, de millares de edificios y, sobre todo, de un panorama vital absolutamente desesperanzado. Casi la mitad de la población vivía con menos de un dólar al día, y dos tercios, con menos de dos. Una superpoblación de diez millones de personas, en su mayoría analfabetas, ha comprobado cómo las catástrofes se ceban más con los miserables.

El país se ha acostumbrado a malvivir merced a una ayuda humanitaria de Naciones Unidas siempre insuficiente. Sus índices de producción son los más pobres de toda América, e incluso su propio paisaje, antaño verde y feraz como corresponde a la geografía antillana, se ha tornado pardo plomizo, fruto de una deforestación salvaje y de la falta de mínimos en sus infraestructuras de saneamiento.

La comunidad internacional tiene ahora una buena ocasión no solo de demostrar su solidaridad inmediata sino también de acometer un trabajo de reconstrucción radical, que no ha de limitarse únicamente a la puesta en pie de las construcciones destruidas. El edificio institucional es aún mucho más importante. Es urgente rescatar a los posibles supervivientes; también dar sepultura a los muertos, antes de que las epidemias añadan nuevos sufrimientos a la catástrofe. Después habrá que ocuparse de los vivos, en primer lugar de sus primeras necesidades de agua potable y comida, pero inmediatamente después, de sacarles de sus lacerantes índices de ignorancia, de analfabetismo y, en suma, de su tragedia personal y colectiva que les impide emerger de la sima profunda de su desgracia.

En plena crisis económica y financiera, los países más desarrollados han de demostrar que millones de seres humanos, en este caso haitianos, merecen al menos una pizca de la atención humana y de recursos de los que destinaron a instituciones financieras gestionadas por ejecutivos sin escrúpulos, capaces de hacer tambalear a todo el planeta. Del terremoto, obviamente, no tienen culpa ni Estados Unidos ni las antiguas metrópolis europeas. Pero sí serán responsables en buena medida de paliar gran parte de sus dramáticas consecuencias. 

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