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Mare Nostrum

Mare Nostrum

lunes 04 de marzo de 2013, 08:58h
* En memoria de Pepe Sancho, que ayer nos dejó al lado de su mar.     
 
Cuando  los  romanos  comenzaron  a denominar  "su"  mar  -ese mar    que   permitía  poner en contacto todas las tierras del Imperio-, como Mare Nostrum, no  sé si  sabían muy bien  hasta qué punto   estaba lleno de sentido el alcance  del adjetivo  que aplicaron al Mediterráneo. Desde hace más de tres mil años y  casi  dos mil desde que su imperio, en el siglo V,   acabara  borrándose del mapa, nadie ha puesto en duda  una clara identidad  común entre todos los países  bañados  por ese mar  que durante siglos ha sido el  vehículo  natural de comunicación de hombres y culturas.

Un  mar interior,  casi un  mar cerrado, el Mediterráneo, que, más que separar,   une  en sus aguas  tres continentes,  Europa, Asia y África.   Un mar  cuyos  3.860 kilómetros  de  longitud de este a  oeste  y sus  1.600 kilómetros  de anchura máxima han sido  testigos   seculares  de la historia  política, comercial, económica y, en definitiva, humana  de todos   los pueblos   y naciones  que  han crecido, se han desarrollado, han luchado, han  vencido y han sido derrotados  en  torno a  él.  


De los portulanos al GPS

Desde  las  inmensas manifestaciones culturales del  antiguo Egipto,    pasando por los legados culturales de  fenicios, cartagineses  y griegos, hasta  la penúltima propuesta  de  cualquiera  de los museos o teatros nacionales   de   nuestro tiempo, y en  todos los países   de la cuenca mediterránea, todas   están influidas  por esta cultura  que se ha ido  generando a  través de los siglos y que la han dotado  de  esa identidad  tan particular.
 
Los caminos  trazados sobre las  aguas  mediterráneas en la Edad Media   en  los llamados  "portulanos",    muy bien podían ser  la trama que  recogía la tradición  griega y fenicia que    proyectaba  los caminos  de futuros navegantes mediterráneos. Definitivamente   unieron  naciones  y  hombres  de uno y otro lado del Mare Nostrum. Se trataba de unas cartas de navegación de puerto a puerto  que requerían el manejo de la brújula  y cuya  utilización  se prolongó  desde el siglo XIII  y  hasta  no menos  del XVI.  Estos  portulanos eran   elaborados  en  España (Cataluña) e Italia (Pisa, Génova y Venecia)  y en ellos  figuraban las líneas de las costas, los nombres de los diferentes puertos y los escollos.

Sobre el mar se trazaba una red de líneas que partían de dieciséis centros que se comunicaban entre sí. Cada línea formaba un ángulo constante con la dirección del norte y  el navegante podía llegar hasta un puerto marcado en la carta siguiendo una de las líneas u otra paralela. Nada muy distinto  de lo que hoy en día  se hace    tanto  por tierra, como por mar  y aire con los satélites de navegación   que tanto se han popularizado  y sin los cuales  hoy   no podríamos  dar un solo paso. Me refiero, por supuesto, a los  GPS.

Y es que hoy, como nunca antes  nuestros antepasados  se hubieran  atrevido, siquiera, a soñar. Por un lado, internet y, por otro,  el  avión, el barco y el coche  han  roto  el viejo concepto de vecindad y lo han extendido  a cientos, a miles de kilómetros porque, con un  portátil  delante  o  a bordo de   cualquier   Airbus, y entre dos y cuatro horas de navegación,   estamos     en  Líbano, en  Turquía,  Italia o  Egipto. Y, una vez allí, un  coche alquilado, con el popular navegador, ha acercado   con inusitada facilidad lugares y   habitantes   en  los últimos  años, con    más  intensidad que  los   milenios  de historia  que hemos compartido  los habitantes ribereños  de  nuestro mar.
 

Olivo

Aunque, quizás el mayor  símbolo de   nuestra cultura común  no haya que buscarlo  en las azules aguas  del mar sino  en las costas, y en  tierra adentro   de todas las naciones   que acarician  sus aguas.   Extendido por todo tipo de suelos   y adoptando    básicamente  dos  variedades, un árbol se yergue  entre todos: el olivo. Sus dos  formas,  olivo  y acebuche (u olivo silvestre), se esparcen   tanto en toda la cuenca mediterránea como     a lo largo de varios cientos de kilómetros  tierra adentro, y en todas  las poblaciones  es  inevitable encontrar  su fruto, la oliva o aceituna, y  su  producto final, el aceite, utilizado  tanto para cocinar  como   en  la elaboración de productos  de farmacia.

Una rápida visita  a  cualquiera  de los países   mediterráneos  nos  da la certeza de que  aceite  y aceitunas  no faltan, de una u otra forma, en  mesas y despensas de  domicilios particulares y restaurantes, confirmando así  que fenicios, españoles, turcos  o  tunecinos  beben de una misma  tradición  que un mar, el  nuestro, el Mediterráneo, ha servido  de medio  necesario para su  expansión y asentamiento. Un mar que, de Algeciras a Estambul -como dijera ya Joan Manuel Serrat-  seguirá siendo en el futuro  nuestro nexo de unión  cultural y  la razón fundamental para seguir fomentando el entendimiento  entre  todos los pueblos que baña.

José-Miguel Vila

Columnista y crítico teatral

Periodista desde hace más de 4 décadas, ensayista y crítico de Artes Escénicas, José-Miguel Vila ha trabajado en todas las áreas de la comunicación (prensa, agencias, radio, TV y direcciones de comunicación). Es autor de Con otra mirada (2003), Mujeres del mundo (2005), Prostitución: Vidas quebradas (2008), Dios, ahora (2010), Modas infames (2013), Ucrania frente a Putin (2015), Teatro a ciegas (2017), Cuarenta años de cultura en la España democrática 1977/2017 (2017), Del Rey abajo, cualquiera (2018), En primera fila (2020), Antología de soledades (2022), Putin contra Ucrania y Occidente (2022), Sanchismo, mentiras e ingeniería social (2022), y Territorios escénicos (2023)

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