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El eurocentrismo inverso

El eurocentrismo inverso

jueves 05 de junio de 2014, 15:34h
Durante mucho tiempo se ha entendido por eurocentrismo la presunción de que el viejo continente era el faro que iluminaba el mundo. Pues bien, ahora se ha desarrollado una nueva acepción, de sentido opuesto, según la cual Europa, la Unión Europea, Bruselas, es el verdadero origen de todos nuestros males. Esa es la sensación que tuve la otra tarde cuando me acerqué a la presentación del libro "¿Quién gobierna Europa?" de José Ignacio Torreblanca, que tenía una mesa de comentarios interesante: Joaquín Estefanía, José María Maravall, Eduardo Madina y Belén Barreiro

Quizás porque el autor ponga demasiado énfasis en señalar que los gobiernos en Europa sufren el recorte de la soberanía nacional para operar la economía, surgió pronto el tema de quien sería el responsable último del mal manejo de la crisis. Pero fue el exministro Maravall quien puso el dedo en la llaga al criticar, con elegancia pero de forma contundente, algunos extremos del libro. Al final se entrevió que había bastante corresponsabilidad entre Bruselas y los diferentes Estados nacionales.

Sin embargo, me pareció que el debate había dejado por fuera dos asuntos medulares. El primero fue la ausencia de análisis sobre el contexto en que se ubica la crisis europea actual (evidenciada con las últimas elecciones). Estefanía y Madina apenas hicieron un balbuceo breve sobre el asunto, con lo que toda la discusión mantuvo un carácter endógeno. Como si el resto del mundo apenas contara. Como si la crisis del euro no se hubiera producido en medio de una incontrolada globalización financiera y absorbiendo una crisis originada en otro continente. Como si, en fin, lo que sucediera fuera de Europa careciera de verdadera importancia. Por esa razón se habló sólo de gobernanza en Europa, cuando el problema de fondo, para controlar el capital financiero global (que tanto afecta a Europa), no es otro que la ausencia de gobernanza mundial. Lo dicho: eurocentrismo al fin y al cabo, aunque sea de sentido opuesto.

Y cuando se hizo el reparto de responsabilidades también se manifestó un vacío notable: siempre se aludió a las instituciones, nacionales o europeas, a las élites políticas y económicas, a los partidos, pero nunca (¡faltaría más¡) a la propia ciudadanía. Desde luego, esa laguna proviene de un prejuicio que ya se refleja en el subtitulo del libro: "Reconstruir la democracia, recuperar la ciudadanía". Es decir, la ciudadanía es la fuente de virtudes que hemos de recuperar. Algo que se repite con mucha frecuencia desde los viejos populismos: el pueblo siempre es un organismo sano y dispuesto, lastimosamente traicionado por sus élites; carece por tanto de sentido incluir a la ciudadanía en el reparto de responsabilidades. 

Nada menos cierto. Hace tiempo que sabemos que es una falacia tratar de desconectar el comportamiento de las élites, de la cultura política imperante en el conjunto de la sociedad. Como si la enorme veta chovinista de la cultura política francesa no tuviera ninguna relación con el ascenso fulgurante de la familia Le Pen. Lo cierto es que la separación que se evidencia entre las élites políticas y la ciudadanía no es responsabilidad exclusiva de la primera, sino que lo es de ambas.

La ciencia política nos repite que la profesionalización de la política, causante en buena medida de ese incremento de la distancia (entre la gente y sus partidos), responde al incremento de la complejidad de la gestión pública. Dicho en otros términos, que se hace más necesario tener una ciudadanía de calidad para dar seguimiento a esa gestión política. Pero existe una frecuente tendencia a confundir ciudadanía de calidad y activismo. Ya he mencionado que existen tres tipos de comportamiento de la ciudadanía respecto del sistema político. En España, sin ir más lejos, hay una alta proporción de ciudadanía formal, es decir de gente que vive en un Estado de derecho, pero no interioriza tales derechos y obligaciones, y, en general, no quiere saber de política. También ha crecido la ciudadanía activa, el activismo dedicado a algo en específico o a la política en general. Pero no creo que haya crecido en igual medida la ciudadanía sustantiva, esa gente que, sin estar movilizada todo el tiempo, interioriza sus derechos, procura estar medianamente informada de la gestión política y tiene discernimiento suficiente al respecto. En pocas palabras, nuestra cultura política todavía es bastante pobre, de banderías, de una acritud gratuita, y, sin duda, necesita incrementar su calidad notablemente.

Pero si eso es cierto respecto de nuestro sistema político, ¿podemos imaginar cómo debería aumentar el mejoramiento de la cultura política para hacernos cargo a cabalidad de un sistema supranacional como el europeo? En realidad, si tenemos en cuenta lo anterior resulta casi un milagro que la abstención sólo haya sido algo más del 50%. Seamos serios, la calidad de la ciudadanía es débil en buena parte de los países de la UE y la ciudadanía europea presenta todavía un nivel ínfimo. 

Así que lejos de "recuperar la ciudadanía" como propone Torreblanca, lo que habría que hacer es comenzar por crearla. Porque sin una ciudadanía de calidad todo lo demás será como tratar de construir sobre arenas movedizas. La crisis política en Europa, la separación entre élites y ciudadanía es hoy una responsabilidad compartida, donde el retraso de la ciudadanía es tan grave como las disfunciones de sus élites. Estoy convencido de que Incrementar la ciudadanía sustantiva europea es el principal reto en la UE, algo que nunca podrá conseguirse si no se identifica el problema, si se sigue hablando de una ciudadanía supuestamente robusta que sólo hay que recuperar.
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