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Cataluña: ¿funciona el Estado de Derecho?

lunes 11 de enero de 2016, 18:21h
Por interés pero también por curiosidad me pasé la tarde-noche del domingo siguiendo la retransmisión del debate de investidura del nuevo President de la Generalitat. Quería ver en caliente la solidez de los argumentos de unos y otros. Y tengo que decir que el sentimiento que me embargó fue la decepción: además de escuchar el reiterado arsenal de tópicos, el nivel general del debate me pareció decepcionante. Pero dos cosas sí me preocuparon.

La primera fue algo que subrayaron las y los representantes de la oposición a la investidura de Puigdemont: la cantidad de mentiras que contiene su manido discurso. Este mediocre periodista parece dispuesto a poner cara de piedra ante la evidencia de que miente descaradamente, cuando dice que tiene la mayoría del pueblo catalán de su lado, cuando retuerce referencias históricas, cuando asegura cosas sobre las que tiene poca seguridad íntimamente. Existe hoy en la prensa una coincidencia extendida acerca de que la mentira parece moneda de cambio en la política catalana. Claro, pareciera que lo importante es la soflama fundamentalista para un señor que padece incontinencia verbal. No pudo evitar el grito de guerra en cuanto terminó el acto: ¡Visca Catalunya lliure!

El otro asunto que me pareció preocupante fue su reiterado silencio en cuanto al grave problema de la corrupción. Porque no me parece en absoluto un olvido. Creo que responde a un acuerdo interno de Convergencia y sus socios en esta aventura. Ahora bien, teniendo en cuenta que la justicia ya ha caracterizado a la familia Pujol de organización criminal, el pacto de silencio evidenciado por Puigdemont resulta un asunto de la mayor gravedad, porque convierte a la Generalitat en una institución cautiva de una organización criminal.
¿Y sobre estas bases, la mentira reiterada y el pacto de silencio mafioso, se pretende levantar un Estado catalán propio? No hay palabras. Sin embargo, hay dos consecuencias que conviene destacar, aunque sólo sea para no sentirse cómplice de este insulto a la inteligencia.

La primera refiere a ese mito reiterado de que el electorado catalán no es responsable de este circo esperpéntico. Nada menos cierto. Esa es una modalidad más del rosado cuento de que el pueblo nunca se equivoca, algo que hace tiempo se ha superado en la ciencia política. Esta situación me recuerda la experiencia vivida en tiempos de Menem en Argentina. Cuando uno, en Buenos Aires, le señalaba a los amigos cómo su Presidente se estaba saltando la ley a gusto y placer, muchos respondían, como buena parte de los porteños, que no se captaba que, en realidad, el jefe era “un gran canchero”, que se las sabía todas, del que había que enorgullecerse. Y así estuvieron años. Claro, cuando luego salió finalmente a la luz la monstruosa corrupción política -y de la otra- del afamado Presidente, todo el mundo se rasgaba las vestiduras: ¡cómo era posible! ¡Cuán engañados estaban! Es decir, una falacia sobre otra. Pues bien, cabe preguntarse si la parte del electorado catalán que está apoyando la fuga soberanista hacia delante no se da cuenta del penoso espectáculo actual y del alto riesgo que entraña; y si luego, cuando la aventura se descomponga, también van a decir que fueron engañados.

La otra cuestión que insulta la inteligencia se refiere a esa idea de que el Estado de Derecho funciona de manera pronta y cumplida. He escuchado al Gobierno decir que aún no se puede actuar sobre el nuevo President porque todavía no se ha realizado ningún hecho jurídico punible. Pero vamos a ver, ¿la declaración del Parlament del 9/N no fue anulada por el Tribunal Constitucional precisamente por anticonstitucional? ¿Cómo se puede decir que el acto de investidura del Parlament no es todavía un hecho jurídico, que además refiere a un programa que pone ya en práctica el espíritu de la resolución anulada? Puede que tomar medidas no sea políticamente conveniente, pero por favor no escondan el hecho de que investir a un President que propone un programa que parte del 9/N no es un acto jurídico inconstitucional. Y si es así, lo lógico es que las instituciones del Estado de Derecho actúen: el Tribunal Constitucional debe condenar de inmediato ese acto jurídico y anular la investidura. Y algo más evidente todavía: el Rey es quien nombra finalmente al President investido. Esa es una competencia constitucional. Pero también lo es que el Rey es garante de la unidad de España. ¿No resulta una irresponsabilidad nombrar a un cargo que propone específicamente la ruptura de esa unidad? En puridad, el Rey, cumpliendo con sus obligaciones constitucionales, no debería proceder a ese nombramiento. Insisto, una cosa es argumentar sobre conveniencias políticas, pero no insulten la inteligencia: el Estado de Derecho no parece funcionar pronta y cumplidamente.
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