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El primer amor

sábado 20 de febrero de 2016, 13:38h

La he visto hace poco en el tren. Hasta ese momento ni siquiera sabía si aún estaba viva. La primera vez que la vi fue en los pasillos del instituto. Tenía quince años y la ya oscura huella del otoño se plasmaba en mis mejillas. Era más baja que yo, delgada y de piel blanca como la cal de las paredes. Era tan delgada que más que andar parecía deslizarse. Su mirada llamaba a la alegría. Unos ojos grandes y negros, una pupila que estallaba de placer luminiscente cuando le llegaba la penumbra del atardecer. Cuando nos cruzamos por el pasillo no pude evitar hacer desaparecer a las demás mujeres. Solo quedó en mis ojos su figura pequeña y delgada. Sin embargo tenía unas leves curvas y unos pechos puntiagudos que la presentaban con una sensualidad inigualable. Era muy simpática, muy locuaz, muy pizpireta. Gesticulaba con una pícara sonrisa y era muy difícil no callarse y escuchar cuando ella contaba sus historias.

Se percibía al estar cerca de ella que tenía una enorme confianza en sí misma. Destacaba entre las otras chicas del instituto también por su sensatez, pues ante cualquier trifulca ponía a cada uno en su razón y se acababa la guerra. El primer día que me crucé con ella ni me miró. Yo era un chaval largo, desgarbado, espinilloso, con unas botas viejas y sucias que se me habían pegado a los pies, unas botas que siempre intentaba jubilar mi madre. Me imagino que pasé a su lado como un fantasma. Pero la segunda vez que nos cruzamos (iba con falda voladora, camisa blanca, libreta en las manos, trenzas infantiles…) me lanzó una mirada que me hizo tambalearme. He recordado ese momento al leer lo que escribe Henry Miller sobre los ojos grandes y redondos de su primer amor. Y como él también me sentí intimidado. Pasé muchos días decidiendo si me acercaría a ella o no. Buscaba mensajes ocultos en aquella mirada que quemó mi corazón como un dedo de fuego en la hojarasca.

Tardé tiempo pero al final me decidí a abordarla. Me sentía el último mono del instituto pero la imaginaba como una dama compasiva. Sentía que habría una caricia suya para mí, que aguaría las brasas de mi pecho. En el poema “La dama del castillo” (El sueño de la vida) rescato alguna de esas sensaciones. Pero cuando me acerqué a ella solo pude decirle un débil hola que apenas escuchó. Luego me quedé quieto mirando cómo se alejaba sonriendo por el pasillo. Jamás volví a dirigirle la palabra. Hasta que hace poco me crucé con ella en el AVE. Los años habían destrozado su cuerpo pero seguía teniendo los ojos bellos y alegres. Le dije hola y no me devolvió el saludo. Me imagino que se preguntaría que quién sería aquel extraño que la saludaba… El tren iba hacia el sur y yo me quedé en Ciudad Real.

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