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Volar

domingo 24 de abril de 2016, 19:28h

Veo a las golondrinas volar en la tarde de verano. Me digo –pensando con desgarramiento en mamá- ¡qué barbarie no creer en las almas, en la inmortalidad de las almas!, ¡qué imbécil verdad es el materialismo! Esto lo escribe nada menos que Roland Barthes en un balneario de Casablanca. Lo pone en un libro que llama “Diario de duelo”, donde desde el desgarro por el dolor de la ausencia, y buscando encontrar una espiritualidad en su interior amargo, va escribiendo pensamientos que se convierten en una inmensa luz ante las sombras de la vida. Recuerda a Proust en su último momento. Quizá tiene entre sus manos algunas de las páginas de más clara belleza trascendente que escribió el novelista. Cuando pienso en ti, dice Barthes con la mirada perdida en sus libros, todo cruje. Afuera la oscuridad tiene un instinto de sabiduría. En el sillón de cuero un gran sabio busca palabras que puedan expresar, entender, esperanzar, el dolor por la pérdida de lo que más ama.

Tarde bella. Sol y nubes en un cielo que vive de tres inmensos colores. El azul que se pierde como una esperanza hacia lo negro. El blanco radiante cuando el sol roza el algodón de las nubes y crea todo tipo de figuras, montañas, perfiles, torres, praderas luminosas. El negro que está deseando estallar, soltar su cargamento de agua y seguir su camino hacia las montañas del este. A veces bocanadas de vida nacen de este dolor de la muerte, dice Barthes acariciando la belleza estática de la pluma, luego rozando con los dedos el azul mar del ordenador que espera el ruido de las teclas para cumplir su destino. No hay tiempo en la muerte, pienso mientras me levanto del sillón, cierro el libro, miro por el ventanal de la buhardilla y veo la riqueza de la existencia en el baile de los árboles con el viento, en el griterío hermoso de los niños que saltan en los charcos o golpean un balón que resbala como una bola de billar por el barro.

Cuando era niño soñaba con volar. Cerraba los ojos y en la penumbra de la siesta imaginaba que viajaba por encima de los tejados, que llegaba a la vieja montaña, que luego me iba hacia los lugares más lejanos y me perdía por la sombra de las águilas. La primera vez que viajé en avión los abrí bien. Vi al fin las nubes en su cara oculta. El cielo azul blanqueando. La calma inmensa de un espacio que se extendía hasta donde ya no hay límite. Algún día nos veremos todos en el Valle de Josafat, escribe Barthes que le dice Celeste a Proust. Y el gran novelista le contesta: Si yo estuviera seguro de encontrar a Mamá, moriría de inmediato. Cuando termino este texto las nubes han vuelto a cubrir el cielo. Cierro los ojos y me imagino que asciendo, que por la oscuridad una mano me guía hasta el hermoso valle del enigma.

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