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Pues sí, parece que todo empezó hace cuatro años

jueves 20 de octubre de 2016, 12:58h

Tuve ocasión de preguntarle al ex president de la Generalitat catalana, Artur Mas, cuándo se había convertido al independentismo. Me constaba que no siempre había sido así, porque el propio Mas me había dicho, hace ya algunos años en Barcelona, en la sede de la entonces Convergencia Democrática de Catalunya, que ser independentista era "retrógrado". Y Mas, que se desempeñaba en un desayuno de Nueva Economía, poblado de miembros de la 'colonia catalana' en Madrid, me admitió que el independentismo comenzó a aflorar en 2012. Hace solamente cuatro años. Antes, se hablaba de autonomía, de más o menos autogobierno, pero no de independencia. No me respondió si algunos 'engaños' propiciados por Zapatero y algunos 'silencios' impuestos por Rajoy habían influido en su 'caída del caballo' hacia el secesionismo.

Pero me gustó escucharle. En el corazón de Madrid, lo mismo que, hace una semana, estuvo su sucesor en la presidencia de la Generalitat, Puigdemont, en el foro Europa Press. Estoy, claro, radicalmente en contra de la independencia de Cataluña o de cualquier otro territorio que forme parte de España, pero me siento inclinado, como Mas repitió hasta la saciedad, a pensar que el diálogo vale mucho más, en estas circunstancias, que la judicialización de la política, que el 'garrotazo y tente tieso' que se predica desde algunas voces 'halconas' en los cenáculos y mentideros madrileños, y también en algunos ámbitos -pienso que no todos, afortunadamente- no lejanos al Gobierno central, por muy en funciones que todavía, y ya no durante mucho tiempo, se encuentre. Hay que defender el imperio de la ley, pero sin olvidar la sabia máxima del derecho romano, 'summa lex, summa iniurua': la aplicación excesivamente 'a la letra' de la ley puede producir efectos contrarios a los que una aplicación más flexible propiciaría.

Escuchando a Puigdemont y a Mas, pienso que todavía es posible una solución de las varias que mentes preclaras, que casi nunca coinciden con la cúpula de los partidos 'nacionales', han ido predicando: una disposición adicional en la Constitución, considerando a Cataluña una nación dentro de la nación española, por ejemplo. Lo predicaba, en el desierto, Duran i Lleida y, antes, inventó la idea un 'padre' de la Constitución, Miguel Herrero de Miñón. Claro que tanto esta sugerencia como otras que han ido poblando el caótico debate sobre la incardinación de Cataluña en España han de ser perfiladas, habladas larga, distendidamente y sin barreras ni líneas rojas en Barcelona y en Madrid, no permitiendo que los seiscientos kilómetros que separan ambas capitales se conviertan en una barrera infranqueable.

Algunos me dirán que esto es buenismo, que trato de obviar las muchas culpas, olvidos de las leyes, desprecios al Constitucional y al Estado que han jalonado esta breve -apenas cuatro años- marcha hacia la independencia, que es, por otro lado, y Mas y Puigdemont bien lo saben, una independencia imposible. Claro que tengo en cuenta todo esto: de hecho, he calificado siempre a Mas como una 'catástrofe ambulante', lo mismo que lo fue su antecesor, el socialista Montilla -allí estaba, en el desayuno, tan satisfecho- y el antecesor de su antecesor, Pasqual Maragall. Y de Pujol, mejor no hablemos. Pero también me he hartado de decir que, de seguir con la actual trayectoria, acabaremos teniendo un lío muy serio en la configuración y en la tranquilidad del país.

Claro que me encantaría que las cosas volviesen a ser como antes de 2012, y claro que también sé que, hasta entonces, hasta que se produjo el estallido, muchos pavimentaron el camino del desentendimiento, en Cataluña y en el resto de España, a base de intolerancias, gestos despectivos, silencios, mentiras y rabietas. No me digan que cuatro años de espaldas y sin verse las caras no se pueden remediar con una buena dosis de nueva política, de mentalidades más abiertas, entendiendo, de un lado, que no habrá independencia porque lo que no puede ser es imposible, y, del otro, que las cosas no pueden mantenerse a raya a base de forzar marchas triunfales hacia los tribunales y esgrimir la amenaza del artículo 155 de la Constitución. Soy optimista: creo que estamos ante una oportunidad histórica de marchar hacia una solución territorial si no definitiva --nada hay definitivo bajo el sol, al fin y al cabo-- sí, al menos, duradera. Claro, mucho depende del uso que se haga de ese concepto, que a algunos tanto disgusta aquí y allá, llamado 'diálogo'.
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