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Cabify, Uber y los paleotaxistas

martes 30 de mayo de 2017, 17:59h
Dicen los taxistas que si impuestos, intrusismo, baja calidad del servicio y blablablá pero no dicen que su negocio está hiperprotegido.

Lo más frecuente es subirse en un taxi maloliente con un taxista cabreado con el mundo que lleva la Cope a todo volumen y que grita a cuanto bicho viviente se cruza en su camino y pobre de ti -lo he experimentado- como se te ocurra pedirle al chófer que quite la Cope.

El energumenismo taxístico es una característica más de este negocio antiguo. Los taxis huelen mal y uno nunca sabe ni cuánto le van a cobrar ni si por el camino que le llevan es el más adecuado ni si aquel gritón malhumorado llegará al destino previsto. En Barcelona, por ejemplo, se llega antes andando que a velocidad de taxi: van por un carril exclusivo pero consiguen ir más lentos que los peatones y, por supuesto, todos los semáforos los pillan en rojo por más que en Barcelona están sincronizados. Además, los taxistas entran en alguna de estas categorías: independentistas del barsa (pobre del pasajero que se le ocurra patinar en cualquiera de estos temas), del resto de España deslocalizados en Cataluña y bastante amargados o simplemente “pakis”, pakistaníes (los mejores, sinceramente) que hablan muy mal el castellano y ni saben qué sea el catalán pero son educados.

Sevilla es terrible: aquella troup no la conforman taxistas sino locos furiosos que en cuanto dices tu destino descubren por el habla que eres de Despeñaperros para arriba y para ir al Corte Inglés desde Santa Justa, 1.000 metros escasos, primero pasan por Bollullos del Condado y al pedir la cuenta se descuelgan con “Un euro por el aire acondicionado y otro por las maletas” que ya es ser ladrón y chorizo, perdón shoriso.

Ahora se quejan, soliviantan, vociferan, golpean y queman a cuanto hijo de vecino se atreva a susurrar la gran verdad: Cabify y Uber dan un servicio impecable, en coches nuevos que huelen bien -y no a puro mal apagado, a curry mal digerido, a morcilla mal cocinada o a sobaco mal avenido con el desodorante-, dispones de agua y periódicos, sabes quién te va a recoger, dónde y con una puntualidad suiza encomiable.

Antes de subir conoces la matrícula del vehículo, el importe del trayecto y el tiempo aproximado de la carrera y sin necesidad de llevar encima dinero o tarjetas de crédito. El conductor conoce la ciudad, no se enfada ni pone la vida de los pasajeros en peligro. No oye la Cope -lo cual resulta un argumentazo- ni ninguna emisora. Si quieres oír la radio o escuchar música, vehículo y conductor están a tu plena disposición sin malas caras, sin chasquidos de lengua, sin miradas condescendientes.

En Madrid lo mejor del taxi está por la noche de domingo a miércoles; suelen ser conductores rápidos, eficaces y que van a lo suyo sin meterse con lo tuyo. Los jueves, viernes y sábado, en cambio, sueltan por Malasaña y Barceló manadas de taxistas venidas de lo más recóndito del universo mundo que ni hablan español ni conocen el callejero y a duras penas siguen al navegador que, para mayor susto, da las indicaciones en árabe no sabiendo uno si va a Cibeles o a encontrarse con Alá.

Los taxis ni llevan ni quieren llevar sillas de niños. Si eres minusválido, transportar muletas, prótesis o sillas de ruedas en un taxi es sufrir: llame a otro, dónde meto esto, podían haberme avisado...; tal vez por eso los minusválidos forman un colectivo especialmente encantado con Cabify y Uber. Solamente por el nivel de servicio, los taxis lo llevan crudo.
El taxi en España es una concesión endogámica, cooptada y monopólica que conforma una industria desfasada con un poder de matón social, social bullying, que muy pocos colectivos profesionales tienen: en Madrid hay 17.000 taxis. Una huelga de estos caballeretes supone una cola de 70 kms. Y luego están las mafias interiores: quién puede ir al aeropuerto, a qué “sindicato”, “asociación” o “famiglia” hay que pertenecer para trabajar la noche madrileña, el aeropuerto o la Puerta de Atocha.

No vaya nadie a creer que esta situación es privativa de Madrid: si la fiscalía anticorrupción entrara a fondo con las asociaciones de taxistas descubriría el Taxigate que debe tener una bolsa de fraude y dinero negro de nivel Rodri Rato & the Black Cards holders.

Los taxistas se quejan de costes, agravios y exigencias burocráticas. Pues eso se lo reclamen uds. al maestro armero: son los gobiernos los que deben reformar la normativa y actualizarla a la sociedad del siglo XXI. Mantener un servicio que no ha cambiado desde que Gottlieb Daimler hace 120 años fabricara el primer coche con taxímetro es apostar por la obsolescencia en un mundo de ciber servicios instantáneos.

Si sus impuestos, seguros y demás peajes políticos son distintos a los que se aplican a Cabify, a Uber y les hacen competir malamente, tienen uds. tres posibilidades: 1) Márquense un Cabify 2) Consigan la igualdad impositiva y 3) Ajo, agua y resina, muchachotes, pero dejad de quemar vehículos y golpear a trabajadores que también intentan ganar el pan para sus casas. No malquistéis más esta España que ya tiene bastante con vivir en el fango político.
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