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Claves sociológicas para procesar la memoria histórica

sábado 13 de abril de 2019, 12:19h

Comencemos por enfrentar un equívoco: desde la Historia como ciencia humana, el concepto de “memoria histórica” es una ficción, una metáfora. La memoria es una capacidad individual de recordar determinados hechos vividos, y no puede transmutarse en colectiva sino mediante una representación, un relato, una convención. Otra cosa es que muchas personas hayan vivido una situación dada y se establezca un consenso acerca de su determinación. Eso fue lo que sucedió con las generaciones de la transición democrática, la mayoría de las cuales habían vivido al menos la segunda etapa del franquismo y querían dejar atrás cuanto antes la página de la dictadura sin poner en riesgo la estabilidad del país.

Por eso fue tan sencillo que el sistema político tradujera ese consenso en formulación normativa y se aprobara la Ley de Amnistía con el acuerdo de todo el arco parlamentario, incluidas las fuerzas de izquierda, con el Partido Comunista a la cabeza (de hecho fue un comunista, Javier Sartorius, quien puso las últimas comas al texto). Como decía en ese momento el editorial de El País: “La España democrática debe, desde ahora, mirar hacia delante, olvidar las responsabilidades y los hechos de la guerra civil, hacer abstracción de los cuarenta años de dictadura.” (El País, 15/10/77). Este denominado “pacto del silencio” fue asumido socialmente como una inversión para avanzar hacia el futuro, durante, al menos, veinte años.

Ahora bien, sucede que hoy, en 2019, algo más de la mitad de los 47 millones de españoles y españolas existentes han nacido después de 1977. Es decir, los tramos etarios de jóvenes y adultos jóvenes más numerosos no vivieron la transición. Y resulta un hecho que aquel consenso sobre el “pacto del silencio” (como sobre algunas otras cosas) no se ha mantenido en el tiempo y dista mucho de seguir incólume. De hecho, la Ley de Memoria Histórica del 2007 es una prueba de ello: aunque no deroga la Ley de Amnistía, resulta evidente que su espíritu se mueve en sentido contrario. Esta situación explica, al menos en parte, el renovado interés que suscita la revisión de lo sucedido durante la II República, la guerra civil y la dictadura franquista. Sin embargo, como sucede con otros aspectos de la cultura política española parece que seguimos dispuestos a movernos toscamente. Pueden mencionarse algunos quiebros -viejos y nuevos- que hay que evitar.

Uno de ellos se refiere al cuidado que hay que tener con el afamado revisionismo histórico. Desde luego, la Historia se desarrolla en continua revisión: nuevos datos, nuevas investigaciones, hipótesis más recientes, permiten constatar o refutar los supuestos previos. Sin embargo, no hay que dar por bueno todo lo que parece afán revisionista. Desde que comenzó este siglo, ha surgido una corriente dedicada principalmente a refutar las exageraciones y mitos de los vencidos, que busca reflotar como consecuencia el relato de los vencedores. Como si evidenciar los crímenes de Paracuellos validara los supuestos de la dictadura franquista. A eso se dedican algunos periodistas e historiadores, tanto profesionales como aficionados, como Pio Mora, Cesar Vidal, Ángel Martin Rubio o Luis Togores. Tiene lugar así un blanqueo del golpe militar y la institucionalización del sistema político que le siguió inmediatamente. Los generales sublevados siguen siendo salvadores de la patria de los excesos de la República, tratando así de disimular su orientación propiamente política; en especial la de Franco, que mantuvo hasta el final de su vida: la democracia es la antesala de la anarquía y el mayor peligro para España.

Desde luego, es evidente que resulta criticable el blanqueo inverso, o, como se ha dicho, la versión beatífica de la II República, según la cual fue en la práctica la mejor defensa de la libertad, la democracia y los derechos humanos. Si bien es cierto que la Constitución de 1931 declaraba a España como República democrática, no lo es menos que sus operadores fueron incapaces de reconducir la profunda brecha social existente y que la consiguiente polarización creciente condujo a un escenario donde la democracia debía subordinarse a una revolución social que, ineluctablmente, debería imponerse por la fuerza.

En realidad, el drama de la II República refiere al carácter instrumental de la democracia que imperaba en las culturas políticas del momento. La democracia era puerta para la revolución, para el fascismo o, finalmente, para la anarquía. El valor sustantivo de la democracia era captado únicamente por reducidas minorías o personajes ilustres. Pero ello no disminuye el hecho de que, en última ratio, era el régimen legítimo y formalmente democrático. Y el golpe de Estado que la abolió lo hizo, después de algunas dudas minúsculas, explícitamente orientado contra la democracia como sistema político (algo que, hay que insistir, mantuvo el dictador hasta su lecho de muerte).

En suma, el interés por reconocer el siglo XX español que presenta el recambio generacional que no conoció la transición (o dicho de otra forma, que siempre ha vivido en democracia), puede considerar innecesario mantener el pacto del silencio que facilitó la transición, pero debería conducirse con alguna sabiduría. De inicio, es necesario poner en valor el espíritu de concordia que presidió ese pacto en el momento que tuvo lugar. A continuación, hay que evitar reconocer el pasado reconstruyendo los viejos mitos acuñados por las generaciones de vencidos y vencedores. Y eso no nos obliga a caer en las ondas de un revisionismo histórico que usa los mitos del contrario para construir un relato maniqueo. Hay ya bastante historiografía acumulada para que necesitemos de esa gesticulación. En el fondo, como siempre, la cuestión implica abandonar la superficialidad para informarse con el mayor rigor posible, algo a lo que deben contribuir los poderes públicos, especialmente en el campo de la educación. También porque ello compone un segmento importante de la elevación urgente de nuestra pobre cultura política.

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