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Adivinos, ¡dimisión!

viernes 10 de abril de 2020, 14:40h

Siempre me ha causado desconfianza la vidente televisiva que comenzaba preguntando el nombre de la persona que estaba al otro lado de la línea telefónica. “Bonitaaaa, bonitoooo…, ¿cómo te llamas?,¿qué horóspoco (¡sí, “horóspoco”!, no es errata) tienes?, ¿Y tú de quién eres?” Y, entre carta y carta del tarot, y meneo va y meneo viene a la bola de cristal, hacía cantar al interlocutor como si fuera un ruiseñor. He de reconocer que el juego de la encantadora de serpientes me hipnotizaba y ahí estaba yo, insomne, a las tantas de la madrugada, esperando que alguien descubriera el truco tan evidente, preguntándome porqué es precisamente a esas horas cuando el alma se inquieta por su futuro, sabiendo como sabemos que la almohada siempre es una buena consejera.

¿El futuro está escrito? ¿La vida es un río que inexorablemente sigue su cauce, del que es imposible desviarse, hagas lo que hagas? Ya cantó el poeta Jorge Manrique a su padre que “nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir”. Preciosa égloga de nuestro devenir por el mundo terrenal.

El insustituible Stephen Hawking dijo una frase que me encanta: "Incluso la gente que afirma que no podemos hacer nada para cambiar nuestro destino, mira antes de cruzar la calle". ¡Es genial!, jajaja, yo conozco muchos de estos! Si nuestro futuro está predeterminado, da igual cruzar el paso de peatones en rojo, pues moriremos el día que tenga que ser. Como dice mi madre, nos vamos a morir el mismo día.

Sí, le replicaría yo a mi madre. Nos vamos a morir el mismo día: ni el de antes, ni el de después. Pero lo importante ahora no es el cuándo, sino el cómo.

Hay mucha gente preocupada en España por cómo murieron sus antepasados, que, curiosamente, no lo está tanto de cómo lo van a hacer los que todavía nos acompañan.

Estábamos tan ensimismados en que nos dijeran qué nos iba a pasar al día siguiente, que no nos hemos dado cuenta de que ningún adivino vaticinó que, en ese mañana tan inmediato que es hoy, nuestros mayores morirían como perros, solos, en sus casas o en hospitales, rodeados de astronautas. Nadie anticipó que sus cuerpos inermes se amontonarían en morgues improvisadas, en impersonales bolsas de plástico estilo serie CSI, con una identificación en el dedo gordo del pie. Nadie previó que no podríamos despedirnos de ellos, darles un último beso o cogerles la mano en el postrero suspiro.

La expresión “morir como un perro”, a los “yuppies” del siglo XX les suena a película del oeste americano; y, a los “millennials” del XXI, a Quentin Tarantino.

Ya siglos antes, nuestro castizo Lope de Vega, en la obra profética por su título (“La boda entre dos maridos”), escribió “No más huertas, / si no moriré / como un perro entre las puertas”, es decir, en la calle.

Nuestros mayores no se van al Cielo desde la calle, sino desde la soledad de su domicilio, alejados obligatoriamente de su familia y seres queridos, con la televisión encendida y la telebasura de turno emitiendo en riguroso directo. Menuda despedida, con los “periodistas” del corazón de telón de fondo. The end. Lamentable.

Como deplorable es también que, en estos días, la salud de un perro esté más protegida que la de un niño o una niña, pues al can se le permite salir de la casa para hacer sus necesidades (me pregunto por qué los dueños no le habilitan un sitio a tal fin en sus baños o lavaderos, cuando, con alegría, los dejan sentarse en sus sofás, usar sus palillos de dientes o dormir con ellos en sus camas) y nuestros queridos vástagos ni siquiera pueden asomar sus naricitas para tomar el aire cinco minutos, cuando muchos de ellos, me consta, que lo querrían, aunque fuera a costa de ir atados de una cadena, a las manos de su padre o de su madre. Bendita cadena.

La indignidad de la situación debería no dejarnos dormir en paz. Nuestros mayores no merecen esto. Y la solución, sencilla, viene de la mano de un derecho universal, el de la libertad individual, irrenunciable y por el que deberíamos luchar con encono: no son pocos los que no dudarían un instante en poner en vilo su salud con tal de acompañar a sus mayores enfermos o solos, en su casa o en un Hospital, en estos momentos. Con todo el cuidado del mundo, por supuesto, pero los soldados de Hollywood nunca abandonaban al herido.

La Historia, no quepa duda, nos pasará factura por esta decisión, que hemos delegado ignominiosamente en otros. ¡Qué comodidad, vino para todos!

Ya vendrán películas, dentro de treinta o cuarenta años, que nos afearán este comportamiento mezquino. Y nuestros nietos sentirán la vergüenza que nosotros escondemos con la cabeza del avestruz.

Nuestros mayores, los que ahora mismo están muriendo solos, no lo están haciendo como perros. No nos equivoquemos. Lo están haciendo con el orgullo y la raza que a nosotros nos faltan. Con la cara bien alta, y sin reproches, para que no nos sintamos mal. ¡Olé por ellos!

Lo dicho, los adivinos, ¡dimisión!. Y no los únicos. Por favor.

(PD: dedicado a todas las personas mayores que están solas, entre ellas especialmente a mi madre).

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