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Euroescépticos

Euroescépticos

jueves 21 de julio de 2011, 13:40h
Prestando atención a los debates que en Europa se dan acerca del futuro de la propia Europa, uno no puede sino retrotraerse a pasados remotos y, desde luego, no muy tranquilizadores. Hace tiempo que pienso que la vieja Europa va camino de su predecesor, el imperio romano, en su decadencia final. Ocurre solamente que ahora las velocidades son mayores y los abismos, aún más insondables. Lo digo porque resulta patente que los mecanismos que deberían funcionar en esta Unión Europea cada día más desquiciada no funcionan. Y, así, los europeos han de aguardar, con el alma en vilo, al resultado de una cena bilateral y a puerta cerrada entre la gran canciller de hierro, Angela Merkel, y el volatinero galo Sarkozy para saber si hay alguna luz, aunque sea tenue, al final del túnel. Es decir, vivimos con la sensación permanente de estar cabalgando a lomos de la posible catástrofe. Los personalismos -de personalidades de un relativo segundo orden en comparación con los brillantes tiempos de Kohl, Mitterrand o Felipe González- sustituyen a la marcha normal y reglada de las instituciones que los europeos nos hemos dado. Y, así, vivimos todos con la angustia en la garganta, pendientes de una cena entre el galo y la germana para ver el trato a dispensar a los helenos, a los hispanos y a los romanos, entre otros. Me parece que este espectáculo, en el que el diktat alemán sustituye al consenso de los miembros de una UE que, simplemente, no funciona, está promoviendo el nacimiento de muchos euroescépticos. Es decir, no solamente escépticos del euro, sino escépticos de ‘esta’ Europa de los barrosos y los vanrompuys. Y, sin embargo, Europa, esta que nos hemos dado, es ya la última solución posible. Como Roma lo era antes de que los bárbaros de la Galia, los teutones, los vikingos y los norteafricanos se hiciesen con el Imperio, dando paso a los siglos de las sombras. No quisiera, en este cuarto de hora, dejarme llevar por el pesimismo, que es sentimiento que no me cuadra; pero no me negará usted que el nada romántico espectáculo de la cena íntima entre Arlequín y la walkiria, con todos nosotros en el tablero de juego, pone los pelos de punta hasta al repeinadísimo (por así decirlo) Berlusconi.
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