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Estatuas de carne

Estatuas de carne

sábado 09 de marzo de 2013, 09:38h
Viví hace muchísimo tiempo en Venezuela. Trabajaba en el desaparecido Diario de Caracas y mi tarea consistía en hacer crítica de cine y de libros. Imagínense qué trabajo. Creo que en mi vida he sido tan feliz. Habitaba en Caracas, en la manzana de edificios llamada Parque Central, cerca de la avenida Simón Bolívar, una especie de pequeña ciudad moderna con todos los servicios y comodidades. Hablo de principios de los ochenta. Estaba en un piso alto y el balcón era enorme. Así que muchas veces me salía en el fresco de la noche para contemplar el panorama. A un lado estaban las luces que ondeaban en las colinas, como grandes olas de tierra perdiéndose por la llanura. Y a otro un mar de chabolas interminable y oscuro en el que el cartón, el hierro, el polvo y las antenas relucientes se consolidaban como habitantes satisfechos. Allí la gente se sentaba al fresco por la noche. Y por el día se perdía en un trajín de idas y venidas. Al mediodía la luz del sol caía sobre el techo de las chabolas y aquello parecía un campo de energía solar.

Después de un año regresé a España. Lo hice porque observaba a mi alrededor un mundo tan caótico que me parecía imposible que aquello terminara bien. Me daba pena que los venezolanos no supieran aprovechar los inmensos recursos naturales de su tierra. Luego, ya en España, seguí todos los traumas hasta la irrupción del caudillo Chávez. La verdad es que desde el principio, aquel "salvador" de los pobres, me cayó fatal. Representaba la misma desorganización que me hizo salir de Venezuela. Hablaba de arrasar empresas y latifundios, como en Cuba, pero al igual que allí, también arrasaba toda cultura que no se convirtiera en propaganda de su régimen.

La civilización o la convivencia necesitan el traje de la libertad para ser. Y si se las encadena, es imposible derrotar a la vida harapienta por más retóricas fatuas que se digan. Por eso la Venezuela que ahora percibo es más desgraciada que la que conocí en los ochenta. Porque cualquier ejercicio de autoritarismo, aunque se ejerza con el fin de erradicar el hambre, termina siempre en opresión. Y al final se impone lo inhumano, lo violento. Y por supuesto lo anticultural.

El recién ido Hugo Chávez siempre usó la palabra cultura como un acto irremediable de propaganda, de servilismo a las ideas "revolucionarias", de mero culto al caudillo salvador. Pero la verdadera revolución consiste en aprender a vivir la libertad, y no en enseñar a adorar ídolos convertidos en estatuas de carne. Los valientes revolucionarios, amantes del pueblo, no son capaces de entender que la mejor manera de amar al pueblo es favorecer su cultura, y ganar la batalla final siendo innecesarios.       

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