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El Rey olvidado

lunes 01 de junio de 2015, 16:46h

Se cumple un año desde que Juan Carlos I anunció que abdicaba, dando un susto de muerte a algunos, provocando la alegría de otros y la expectación de los más. Hay que decir que parece que han pasado décadas desde entonces: tan agitados, llenos de acontecimientos, para bien y para mal, han estado estos doce meses, en los que, concluyendo con las elecciones municipales y autonómicas del pasado 24 de mayo, ha pasado, está pasando, casi de todo. Ha transcurrido tanto tiempo virtual que se diría que ese mismo Juan Carlos I que reinó en España durante casi cuatro décadas –se cumplirían el próximo noviembre—ha quedado casi para el papel couché, para las crónicas frívolas sobre demanda de paternidad, para el olvido y también para una cierta ingratitud.

Es cierto que la transición de un Rey a otro se produjo de manera ejemplar, sin trauma alguno y sin apenas más incidencias que narrar que alguna manifestación minoritaria a favor de la República. Creo que Felipe VI ha venido a consolidar, con su ejemplo y su buen hacer, una cierta idea de la Monarquía: una idea que comporta que el Monarca se tiene que ganar cada día la corona, y que Felipe VI de ninguna manera se podrá permitir algunas de las licencias que sí toleramos –porque las toleramos-- a su padre.

Para mí, lo importante es el papel que ahora puede jugar esa monarquía en un país mediterráneo-europeo como España. En un país amenazado con el fraccionamiento territorial, un país en el que varios miles de asistentes a un encuentro de futbol que lleva el nombre del Rey son capaces de abuchear, porque sí, a su jefe del Estado y al himno de su nación. Don Felipe, que ya sabe mucho de estas cosas, aguantó a pie firme incluso la sonrisilla sardónica de Artur Mas. Yo creo que ese día se ganó muchas voluntades: ya es el ‘político’ –de acuerdo: pongamos las comillas—más valorado, de lejos, de este país. Ha logrado lo que su padre no pudo del todo: ser respetado por el conjunto del país, nos situemos en Euskadi o en Catalunya, hablemos de Podemos, de Compromís o hasta de Bildu, o de cualquiera de las restantes fuerzas políticas, incluyendo las que llevan el nombre de ‘republicana’.

Un activo demasiado importante, este Felipe VI que parece que ya lleva años asentado en el trono español. Quizá aún arriesgue demasiado poco, puede que esté a la espera de los acontecimientos que sigan a los muchos encuentros políticos que van a producirse en las próximas horas, en busca de librar al país del desgobierno. El único que llena ahora el vacío de poder en los territorios es el hilo conductor del Rey, que se esfuerza en dar la sensación –y creo que así es—de que para nada gobierna ni interviene en los asuntos mundanos de la gobernación. No sé si podrá –ojala sí—mantener mucho tiempo este estatus, ignoro en qué momento un rictus de consternación alterará su rostro impasible cuando unos gamberros se permitan faltarle y faltarnos el respeto abucheándole. Soy monárquico, siempre lo he reconocido, y fui crítico con los excesos y defectos de Juan Carlos I; a Felipe VI no le he detectado aún error alguno, si no es algún ocasional exceso de prudencia, que a saber si eso resulta o no equivocado en las circunstancias atípicas por las que atravesamos..

Creo que hoy, cuando las aguas políticas no pueden estar más agitadas, no es mala cosa echar la vista atrás y recordar aquel adiós que, en parte por patriotismo, en parte por realismo, nos dirigió aquel Rey que hoy parece haber quedado en el limbo del olvido. Y del perdón.



- Lea el blog de Fernando Jáuregui: 'Cenáculos y mentideros'

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