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La cera fría de la memoria

domingo 20 de marzo de 2016, 12:19h

El gris mortecino de las calles. Las camisas blancas relucientes los días de sol. El olor a sacristía en la sombra. La bruma del amanecer por detrás de las peñas donde el ruido monótono de una fábrica lanzaba sus chirriosos aullidos. Unos ojos tiernos en el primer destello. La ventana parece tener una luz interior que de repente rompe la noche. Las sábanas lucen, los ojos se despegan al sonar esa voz que dice muy suave al oído levántate dormilón que ya es de día. El olor a Cola-Cao invade las pequeñas habitaciones. Esa percepción de dulzor calma las primeras dentelladas del frío. Florece una semilla de dulzor en el alba. El agua fría. La piel sudorosa del rostro frente al espejo. Los cabellos desordenados son un bosque de sombra negra. Mi cara es un poster infantil sobre el espejo mal pulimentado. Reina el nitrato de plata devorando el vidrio. La luz de una bombilla que se mueve al encenderse produce un balanceo que esconde y oculta los ojos.

No recuerdo haber sentido en ningún sitio tanto frío como en mi pueblo. Y eso que viajé hace tiempo a la mismísima Finlandia y paseé por Helsinki a veinticinco grados bajo cero. Iba abrigado como un esquimal. Deambulaba por aquellas calles con la niebla congelada, pero mi cuerpo (ah, mi memoria, mi hipocampo) levantó una bruma de vida en el palacio oscuro de mi mente. Un sol de primavera rompe las telarañas de la niebla. Una media mañana. Un cielo azul como el mar Mediterráneo. Un día de campo. El olor de los hornos de las panaderías, adonde iban las madres para hacer rosquillos y hornazos que sabían a manjar de reyes. Un camino lleno de piedras todavía verdes y chaparros grises. Una senda escarpada que llega hasta las piedras que aun respiran de una barbacana. La “Chimenea Cuadrá”. Jamás fue otra cosa que una almena perdida en la pequeña montaña.

Y desde allí en la cúspide al fin el sol después de un invierno lleno de carbonilla y niebla. A un lado la llanura limpia majestuosa, los castilletes reinando como gigantes quijotescos. Son monstruos con un solo brazo. Una cabeza gorda siempre mirando la lejanía. El campo al fin verde y luminoso. El rocío aún no nos ha olvidado. ¡Abrid las merenderas pequeños es hora de comer los hornazos! El suelo gris se llena de cáscaras de huevo. Las hormigas transportan los restos en filas militares que se pierden bajo la tierra.

La cera fría de la memoria arde. El hipocampo suelta el humo viejo que hay a lo lejos, donde reposa la fábrica como un trasatlántico varado. El humo, que sale de chimeneas gigantes, sigue el camino del viento. A veces se pierde por el horizonte acercándose a Aldea del Rey. Y otras va hacia el pueblo con un beso negro que recuerda la huella infinita del carbón.

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