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El pueblo fantasma

sábado 14 de mayo de 2016, 16:30h

Cuando voy hacia las tierras más verdes del norte de Madrid viajo por la R-4. Aunque es una carretera de peaje me compensa en la placidez del ánimo y en la vista de la carretera desierta. Me llega una sensación de gozoso silencio viendo las lomas lejanas, y cierta nostalgia indefinible se me despierta cuando veo esa gasolinera solitaria que parece un monumento a la sombra, pues está como escondida en una vaguada. Un día pasé por allí con el primer destello del alba. Me encanta salir muy pronto cuando viajo. Entonces salí a las seis de la madrugada y todavía era de noche cuando llegué a la R-4, aunque en la delgada línea del horizonte ya se veía ascender la luz de un lejano estallido. Nadie viajaba por el asfalto. Fui varios kilómetros solo subiendo y bajando el trazado espacioso de esa vía que permite una gran velocidad. Así que, como uno de mis vicios es la velocidad, le iba dando al acelerador y gozaba el camino del coche al sentirme casi como si fuera por un circuito de Fórmula 1. La negra noche estaba dejando de ser tan negra, y cuando la penumbra se agarraba a los rastrojos aplastados, crucé la urbanización de El Pocero.

Cuando pasé por ella reduje la velocidad.Tuve una sensación extraña al contemplar los pisos como sombras sin alma, la fuente hierática, cuatro farolas heladas luciendo como sin ganas por una extensión de ausencia. El resplandor del alba, aún débil, dibujaba en el aire la línea de las viviendas ciegas. Escalonadas parecían moles de soledad en reposo. Recordé el cuadro “Entre dos luces” de Angel Andrade que tenía a la puerta de mi despacho. Cada mañana le daba los buenos días sin dejar de admirarme por ese juego de luz y penumbra que el pintor había captado en el atardecer de La Mancha. En la urbanización de El Pocero había tres o cuatro luces ahogadas por la almena de pisos. Apenas vivían cinco familias en un barrio preparado para diez mil habitantes. Las luces, prendidas de los oscuros balcones, me dieron una sensación extraña de vida en un entorno que reunía las condiciones precisas para ser fantasmal.

Mi familia dormía y pasé por el pueblo fantasma a no más de 20 km/h. Sentí también una sensación de rabia porque aquel era un monumento al despotismo urbanístico. Cuando me alejé estuve un rato pensando en las sensaciones que tendrían los pocos vecinos que lo habitaban. Hoy me enterado al ver el humo de la goma venenosa que viven ya allí 9.000 personas. Los balcones se han llenado de luces cotidianas, aunque el entorno tiene un corazón de ninguna parte. Otro efecto de la desidia hispana nos ha vuelto a poner delante de los ojos aquel pueblo fantasma. Ahora está lleno de vida y humo negro. Quizá los viejos espíritus tosen al amanecer.

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