www.diariocritico.com

Al día siguiente

martes 13 de marzo de 2018, 08:33h

En los días finales del franquismo, cuando nos casamos, mi pareja y yo tuvimos que soportar la represión que suponía matrimoniarse por lo civil. Juntos afrontamos ese acto de rebeldía, tan inusual como incomprendido, que alteraba el orden establecido en aquella España dominada por los principios del nacionalcatolicismo. Desde ese día, el primero de los muchísimos más que se han sucedido en cuarenta años de convivencia, enfrentada siempre a los elementos que cercenaban sus derechos fundamentales, mi mujer se ha desempeñado como una heroína decidida y anónima. Tantos años después, en esta nueva España, allí estaban ellas. Abuelas, madres e hijas, por centenares de miles, manifestándose en las calles de todo el país, unidas todas en lo fundamental, es decir, en la defensa reiterada de sus derechos sociales y laborales. Me emocionó mucho contemplar a las mujeres de mi generación, luchadoras irrepetibles la mayoría, entregando el testigo de la igualdad y la emancipación a las mujeres más jóvenes.

Todas ellas, respondan como respondan nuestros gestores políticos, sin duda alguna, van a seguir clamando por su integridad física y sexual, por el derecho inalienable a la maternidad deseada y responsable, por la equiparación salarial, por la conciliación familiar, por el reparto igualitario de las tareas domésticas y por la paridad en los cuidados y educación de los hijos. La dictadura franquista se empeñó en discriminar a la mujer, reduciéndola a la condición de hija, esposa y madre, eliminando de su perspectiva personal todos los caminos que conducían a la independencia económica y al desarrollo de su personalidad individual y profesional.

Cuando se casaban, misión unívoca y sagrada que el destino reservaba para ellas, terminaba su vida laboral. Cargaban desde entonces con la obligación adquirida e impuesta de cuidar al marido, atender la casa y alumbrar los hijos que el cielo mandara. Sin la autorización del padre primero y del esposo después no podían conducir, ni abrir una cuenta en el banco, ni sacarse el pasaporte, ni administrar los bienes que tuvieran. En aquella España no había posibilidad alguna de abortar libremente y las mujeres que afrontaban ese drama se jugaban la vida en el intento. Tampoco existía el divorcio y las leyes vigentes castigaban penalmente el adulterio femenino.

Con la llegada de la democracia todo aquello cambio, pero la marginación de la mujer, activa o pasiva, pesada y oscura, ha persistido en los bajos fondos de nuestra sociedad. Por todo ello, en los días que han seguido a la demostración popular del pasado 8 de marzo, es más que necesario rendir tributo a todas las féminas españolas comprometidas con su pasado y su futuro, fuertes y decididas, que han ganado muchas batallas personales y colectivas imponiéndose a dificultades extremas.

Mi mujer, de nombre Mari Carmen, es una de ellas. Ha trabajado, desde muy joven, en el durísimo sector de la empresa privada, cumpliendo cada jornada, sorteando las zancadillas de algunos de sus jefes, representando y defendiendo sindicalmente a sus compañeros y compañeras. Ha combinado ese esfuerzo con la maternidad, desviviéndose por sus hijos cuando estaban malitos, llevándolos al colegio, ocupándose con ellos en sus etapas de crecimiento y maduración, acompañándoles en los malos momentos y celebrando con alegría sus júbilos, echándose a un lado cuando ambos estrenaron su propia vida. Ha mantenido confortable el hogar común y ha cubierto con dedicación respetuosa los múltiples agujeros negros de su marido, un servidor de ustedes. Para ella, como dice el bolero, los días tienen más de 24 horas y las semanas más de siete días. Para ella y para tantas otras, a pesar de lo conquistado, es decisivo seguir en la brecha al día siguiente.

¿Te ha parecido interesante esta noticia?    Si (2)    No(0)

+
0 comentarios