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Brasil: la prueba del ácido

miércoles 31 de octubre de 2018, 11:02h

Hace dos años escribí un ensayo para Claves de Razón Práctica, titulado 'La incierta consolidación de la democracia en América Latina', donde apuntaba que Brasil sería la prueba del ácido respecto de la salud de los sistemas democráticos en la región. Continúo pensándolo.

Bueno, la profunda crisis política en Brasil no se ha resuelto con la eliminación de la democracia, pero se ha demostrado que los fundamentos democráticos son un valor muy relativo para una cantidad importante de la población. Por encima de esos valores están muchas otras cosas: el malestar económico, el desengaño político, la acumulación de resentimiento frente a las minorías, además de la indiferencia por la suerte de la propia democracia. Es decir, que la cultura democrática que obliga a colocar otros asuntos en relación con la convivencia democrática no es precisamente consistente entre la ciudadanía brasilera. Y mi conclusión es que mientras no haya defensores convencidos del valor de la democracia en América Latina, su consolidación será incierta.

Sin embargo, no hay que confundirse en el análisis. En primer lugar, como pasó con Trump en Estados Unidos, la llegada al poder de Bolsonaro es una muestra de ejercicio democrático. Han sido las y los electores quienes han preferido esa opción de gobierno. Cierto, eso no quiere decir que gobernará democráticamente –ya tenemos funestos ejemplos de ello en la Europa del siglo pasado- pero su elección es legítima. También es una demostración de la falsedad de esa idea romántica de que el pueblo nunca se equivoca. Claro que se equivoca y algunas veces a lo grande. Pero hay que insistir en el parámetro de que en una democracia es el único que tiene derecho a equivocarse.

En cuanto a las causas que han inducido a esa mayoría de electores a votar por Bolsonaro la cuestión es compleja, entre otras razones porque se han sumado varias. La más comentada refiere al progresivo rechazo de la gente a la corrupción imperante en el país. Y puede que eso sea cierto. Aunque tengo que decir que, conociendo Brasil, puedo asegurar que la corrupción era mucho mayor antes de los gobiernos de Lula. En América Latina todo el mundo sabe que las cosas en Brasil no son precisamente transparentes.

Otra casusa comentada refiere al desencanto que ha provocado la forma de gobernar del Partido del Trabajo. En efecto, muchos votantes del PT parecen haberse inclinado esta vez por Bolsonaro como una reacción de rabia y desengaño. Claro, uno se pregunta cómo es posible que ese sentimiento sea tan fuerte que pueda estar por encima de los rasgos ultraconservadores que adornan al nuevo presidente. Pero lo dicho, ese es un problema de cultura política.

Hay otras dos posibles causas que surgen desde direcciones opuestas. Por un lado, un segmento de gente indignada con la clase política brasilera y con el sistema en general. Ya sabemos por experiencia propia que la indignación social tampoco es garantía de comportamiento democrático. La otra causa de signo opuesto, que se manifestó también en Estados Unidos, refiere al resentimiento acumulado por la gente conservadora respecto a lo que considera concesiones y excesos de las minorías, en particular las que ofenden a la religión tradicional. Resulta realmente sorprendente el enorme apoyo social que ha recibido el homófobo declarado que es Bolsonaro en el país donde la diversidad en materia de preferencia sexual es la mayor de América Latina.

En todo caso, hay que tener un poco de rigor cuando se hacen lecturas políticas: ya comienzan a emerger las afirmaciones que caracterizan a Bolsonaro de fascista. Me parece una afirmación interesada. Con ese epíteto se busca cubrir las vergüenzas del progresismo. Porque por ese método tendríamos que considerar que el gobierno actual de Estados Unidos también es fascista. Y eso no sólo es una falsedad sustantiva, sino que resulta un intento de confundir a la gente. El fascismo es un fenómeno político preciso, que es necesario distinguir claramente del ultraconservadurismo. El fascismo no sólo significa tener posiciones ultras respecto de los asuntos sociales, sino la conformación de un partido fascista, con aspiraciones de ser único, y la estructuración de un régimen totalitario. Afortunadamente, nada de eso tienen lugar en Estados Unidos, independientemente de los gustos del energúmeno Donald Trump.

No estoy diciendo que en el caso de Brasil no pueda llegar a darse un régimen autoritario liderado por Bolsonaro. Pero esa posibilidad no es forzosamente probable. Las posiciones ultras del nuevo mandatario brasilero no tienen que traducirse obligadamente en una ruptura con el sistema democrático, que es lo que caracteriza al fascismo. Desde luego, es necesario criticar y combatir esas posiciones ultras cuando se materialicen como actuaciones de gobierno, pero para ello no es necesario perder la claridad mental, como pretenden algunos.

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