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El Corte Inglés se suma al proyecto 'Vestir el Prado' en el bicentenario del Museo
(Foto: Javier Bernardo)

El Corte Inglés se suma al proyecto 'Vestir el Prado' en el bicentenario del Museo

miércoles 14 de noviembre de 2018, 18:22h

El Corte Inglés se ha unido al proyecto “Vestir el Prado” en el bicentenario del Museo y vestirá las fachadas del edificio con obras maestras de la pinacoteca. El Museo del Prado apuesta por nuevas lecturas de su propia colección con el objetivo de compartirlas con toda la sociedad más allá de sus muros.

Más 11.000 m2 de PVC microperforado cubrirán las fachadas del edificio Villanueva con detalles de las telas del Prado para que el día 19 de noviembre luzcan con los tejidos que han representado los maestros de la pintura, las “telas” del Prado, pero telas “pintadas” en las que se ven los golpes de pincel, los movimientos y la pintura, los craquelados y cambios que provoca el tiempo. Una nueva mirada al interior de la colección en la que se han buscado calidades, gamas cromáticas, materias y gestualidades que se potenciarán entre sí y que visualmente se integran en la arquitectura.

Para este proyecto único se han seleccionado un total de once detalles de nueve obras que cubrirán las fachadas con quince lonas. La disputa con los doctores en el Templo de Veronés, La Coronación de la Virgen de Velázquez y La Trinidad del Greco decorarán la fachada oeste (puerta de Velázquez), La Virgen con el Niño entre San Mateo y un ángel de Andrea del Sarto, Magdalena penitente de Ribera y La siesta de Alma Tadema vestirán la fachada este y Cristo abrazando a San Bernardo de Ribalta engalanará la fachada sur (puerta de Murillo). La fachada norte (puerta de Goya) se descubrirá al público el próximo 19 de noviembre durante un simbólico acto de presentación.

Descarga de información e imágenes:
https://www.museodelprado.es/museo/acceso-profesionales

Magdalena penitente

José de Ribera

  1. Óleo sobre lienzo, 182 x 149 cm.

Uno de los temas más populares de la iconografía de la Contrarreforma era el de los santos retirados en el campo en actitud penitencial, meditativa o contemplativa. Se cuentan por cientos las imágenes de este tipo que nos ha dejado el arte de los países católicos; y aunque la mayor parte están concebidas de forma aislada, no faltan casos en los que se disponen como series.

Entre esas series ocupa un lugar principal la de Ribera, integrada por cuatro obras de excepcional calidad que representa a dos santos y a otras tantas santas. Se desconoce quien encargó los cuadros, que se pintaron en 1641, en época en la que era virrey de Nápoles el duque de Medina de las Torres. En 1658 se citan entre los bienes de Jerónimo de la Torre, secretario de estado de Flandes, y en 1772 colgaban del Palacio Real del Madrid, adonde habían llegado desde la colección del marqués de los Llanos.

El carácter seriado de estos cuadros se hace evidente en sus grandes similitudes de tamaño, tema, técnica y composición. En todos los casos son obras que presentan a un santo aislado, en actitud penitente o meditativa, construido con una perspectiva que subraya la monumentalidad. Todos ellos se destacan sobre fondos oscuros que permiten a su autor hacer un auténtico alarde de sus capacidades para jugar con la fuerza expresiva del contraste entre los claros y los oscuros. En todos los casos, también, un fragmento de cielo abierto abre la composición lateralmente, y un tronco de árbol aporta una nota de dinamismo diagonal a la escena. Pero a pesar de esta uniformidad, Ribera ha conseguido dotar a la serie de suficiente variedad como para que cada uno de sus integrantes aporte cualidades específicas al conjunto.

Son todas ellas figuras de gran efectividad devocional, en las cuales se consiguen una gran intensidad emotiva y se juega con la variedad que proporcionan las distintas anatomías y edades de los personajes. Ribera realiza una síntesis maestra entre devoción, expresión, monumentalidad y belleza (Texto extractado de Portús, J.: Guía de la Pintura Barroca Española, Museo Nacional del Prado, 2001, p. 70).

La siesta o Escena pompeyana

Alma Tadema

  1. Óleo sobre lienzo, 130 x 369 cm.

La siesta es uno de los cuadros de mayor envergadura de la producción de Lawrence Alma-Tadema (1836-1912) y muy significativo por la singularidad de su formato. Pintado a comienzos de 1868, sólo un mes antes de que terminara la obra que le consagró definitivamente como uno de los artistas favoritos de la alta sociedad londinense, Fidias exhibiendo los frisos del Partenón (Birmingham Museum and Art Gallery), el lienzo madrileño comparte con éste la fascinación del artista por los famosos mármoles Elgin y, por extensión, por el recuerdo del mundo clásico grecolatino. De hecho, quienes se han ocupado del cuadro del Prado han repetido que esos mismos mármoles fueron el motivo de inspiración de su composición, pues algunas de sus figuras parecen replicar las del famoso friso griego. Sin embargo, la fortuna posterior de estas dos pinturas es muy desigual, pues la del Prado ha pasado prácticamente desapercibida, incluso para quienes se han ocupado más pormenorizadamente de estudiar la obra del maestro victoriano. Buena parte de la responsabilidad de esa injusta falta de atención recae en la desafortunada historia de esta pieza.

El origen de La siesta se remonta a un proyecto decorativo frustrado de Alma-Tadema, ideado al parecer por su marchante en Londres, Ernest Gambart (1814-1902). Existe un primer prototipo para la composición con las figuras colocadas en posición invertida con respecto a la pintura del Prado, que si bien no puede considerarse exactamente un boceto tanto por su grado de acabado como por el hecho de que fue numerado como el resto de sus pinturas terminadas, ha de ser anterior a ésta. La extremada diferencia de tamaño entre ambos cuadros, así como el hecho de que la más pequeña esté prácticamente terminada, aunque no del todo, dan a entender que se concibió no como una primera versión -tal y como se ha considerado en algunas ocasiones- sino más bien como una muestra de las intenciones artísticas de Alma-Tadema, eventualmente útil para atraer a algún posible cliente. El efecto de monumentalidad del conjunto al completo en un formato tan grande, del que es único testimonio la obra del Prado, hubiera evocado con sorprendente naturalidad un friso clásico, casi tan contundente y rotundo como el propio Partenón. Por ello, el tamaño de las figuras que lo protagonizan, de escala superior a la humana, desempeña un papel fundamental. Gambart trató, sin éxito, de encontrar algún cliente que tomara la obra como primera pieza de una futura serie más amplia, destinada a ornar algún interior burgués, pero ante la relevancia adquirida por la pintura en el Salón de París de 1868 y en las exposiciones de Berlín y Múnich, terminó por quedársela él mismo.

El pintor debió quedar insatisfecho por la falta de acogida para su idea de crear un conjunto de esas características porque, una vez asentado su prestigio en el mercado británico, realizó una serie compuesta por tres pinturas, de dimensiones mucho más discretas, que han de considerarse recuerdos palpables de la obra del Prado y de su proyecto frustrado. Una de esas pinturas, hoy en paradero desconocido, está datada en 1872, y las otras dos en 1873. Existe además una cuarta pintura, también relacionada estrechamente con el argumento, el formato y la composición del cuadro del Prado que, dadas sus dimensiones, debería considerarse como el hipotético cierre de este otro conjunto.

La obra de Madrid es clara consecuencia del impacto visual de los frisos atenienses en la imaginación de Alma-Tadema tanto por su señalado sentido monumental como por su apariencia escultórica. Pero es muy perceptible también la influencia de las cerámicas de figuras rojas que tanto admiró, siempre con composiciones parecidas a la del cuadro, como la crátera de figuras rojas con una escena de banquete, una de las más importantes del siglo IV a.C., conservada en el Museo Archeologico Nazionale de Nápoles, que representa también una escena musical durante una sobremesa (Pintor de Cuma A, Crátera de figuras rojas con escena de banquete, h. 340-330 a.C., Inv. 85.873). Es sabido que Alma-Tadema copió y conservó consigo, a modo de repertorio, numerosas figuras de vasos y de otros elementos decorativos antiguos procedentes de ese mismo museo, que le sirvieron a menudo de punto de partida para sus obras, aunque la dependencia de su composición decorativa concreta no podría considerarse sino como una inspiración más y quizá no tanto una cita literal (Texto extractado de G. Navarro, C.: "A propósito de un lienzo de Lawrence Alma-Tadema: noticias sobre el marchante Ernest Gambart y su donación de pinturas al Museo del Prado", Boletín del Museo del Prado, XXVII, 45, 2009, pp. 85-99).

La Virgen con el Niño entre San Mateo y un ángel

Andrea del Sarto

  1. Óleo sobre tabla, 177 x 135 cm.

Hacia 1522, el banquero florentino Lorenzo di Bernardo Jacopi Jacorsa encargó esta obra, también conocida como Madonna della Scala, al artista florentino. El tema del cuadro no es de fácil interpretación y nunca hubo acuerdo sobre su significado. La Virgen y el Niño ocupan el centro de la representación. A la derecha hay un ángel con un libro en las manos y al fondo una ciudad fortificada en la falda de una montaña. A la izquierda, tras el hombre sentado, descrito a veces como san Mateo, otras como San José, e incluso como san Juan Evangelista, una mujer lleva a un niño de la mano, actualmente identificados como santa Isabel y san Juan Bautista huyendo de la Matanza de los Inocentes.

Que fue un encargo importante lo demuestran los numerosos dibujos preparatorios conservados y el complejo trabajo subyacente puesto al descubierto por el infrarrojo. La ordenada superficie visible oculta singulares e interesantes transformaciones que nos hablan tanto de las dudas del pintor a la hora de representar a la Virgen y al Niño -dudas que han creado un complejo entramado de líneas bajo ellos-, como de un cambio iconográfico en el que la supresión de elementos en el fondo y en la figura del ángel alteró la escenografía del episodio evangélico, matizando el significado de la obra.

Uno de los datos más importantes que ha revelado el estudio con reflectografía infrarroja es la existencia, bajo la imagen de superficie, de dos representaciones diferentes de la Virgen y el Niño solapadas. Y no sólo encontramos estas figuras subyacentes, sino que además se ve cómo Sarto rectificó, a veces insistentemente, la posición de los brazos, las manos y la caída de los pliegues.

La transformación del ángel plantea algunos interrogantes. En el dibujo subyacente se giraba hacia las dos figuras centrales, dando más la espalda al espectador. El diseño de sus alas era muy diferente y sujetaba un cordero en las manos en lugar del libro.

Andrea suprimió en el fondo una serie de elementos que había dibujado inicialmente, cambiando el simbolismo y precisando la iconografía del cuadro, concediendo así una mayor presencia al grupo principal. En el documento de infrarrojos se ve cómo unas líneas -incisas y dibujadas- continúan paralelas a los escalones pintados, definiendo más peldaños, y llegan hasta una balaustrada rematada por una escultura sobre un pedestal; en éste se apoya un personaje rodeado por otras figuras, tras las cuales se elevan las trazas de un muro. Esta primera escenografía dibujada hace pensar que la Virgen, originalmente, estaba sentada a los pies de la escalera de un templo.

Respecto al paisaje del último plano, en la imagen de la reflectografía infrarroja podemos ver, en la parte derecha, que la montaña era más alta y a sus pies el pintor había esbozado un bosque con aguada, ahora cubierto por la ciudad pintada, en un principio dibujada en lo alto de la colina. Sólo en la imagen del infrarrojo y en la radiografía se ven, detrás de la Virgen, las siluetas de dos troncos, que Sarto también llegó a pintar. El final de estos troncos señala el límite que tenía la primera representación de la Virgen y es muy posible que los introdujera en el momento del segundo cambio, antes de modificar su postura.

La escena podría reflejar el episodio narrado en el Evangelio apócrifo del pseudo-Mateo en el que la Virgen y el Niño, en su huida a Egipto, entran a buscar hospedaje en Sotinen, ciudad de los confines de Hermópolis y, al no encontrar posada, se paran a descansar a la entrada del Capitolio de Egipto -"Templum ingressi sunt"- lugar donde se adoraba a 365 ídolos, quizás simbolizados por la escultura dibujada a la izquierda, mientras que las figuras situadas a su lado serían los sacerdotes del templo. Si se mantiene la identificación de la mujer y el niño que huyen con Isabel y el Bautista -episodio narrado en el Protoevangelio de Santiago- se enlazaría con el episodio de la Matanza de los Inocentes, relato que, por otra parte, sólo se encuentra en el Evangelio de Mateo, figura masculina de la izquierda. La figura alada mostraba un cordero a Jesús, anunciándole su Pasión.

Considerando que la obra fue el encargo de un banquero, cuyo patrón es san Mateo, se entendería que el cambio del escenario obedeciera a un deseo del cliente. El pintor, para hacer una referencia más clara al patronazgo y para suavizar la "dureza" del relato de los Inocentes, convirtió el fondo en un paisaje abierto, y sustituyó el cordero que sostiene el ángel por un libro, con lo que cobraba mayor importancia la faceta de Mateo sólo como escritor, más atractiva que la del evangelista que reflejó el lado más humano de Cristo e hizo la descripción más dramática de su Pasión.

El Descendimiento

Van der Weyden

Antes de 1443. Óleo sobre tabla, 204,5 x 261,5 cm.

El Descendimiento se pintó para la capilla de Nuestra Señora Extramuros de Lovaina, que fue fundada en el siglo XIV por el gremio de ballesteros, vendida en 1798 y demolida poco después. La ocupación de los fundadores queda indicada por las dos pequeñas ballestas que cuelgan en la tracería de las dos esquinas mayores de la tabla. La copia más antigua que puede fecharse, el Tríptico Edelheere de 1443 (Lovaina, iglesia de San Pedro), demuestra que ya estaba terminado en ese año. Comprado a la capilla lovaniense por María de Hungría, en 1549 colgaba en la capilla de su palacio en Binche. Antes de 1564 su sobrino Felipe II lo tenía en la capilla del Pardo, uno de sus palacios madrileños. Llevado al Escorial en 1566, permaneció allí hasta su traslado al Museo del Prado en 1939. El Descendimiento responde a la forma habitual en Brabante para el elemento central de los grandes retablos con varias alas. Es probable que el remate superior tuviera sus propias alas pequeñas y que el resto estuviera protegido por dos cierres rectangulares, posiblemente sin imágenes. En 1566, Felipe II encargó nuevas tablas para estos cierres, que fueron pintadas por Navarrete el Mudo y que luego, al igual que los originales, desaparecieron sin dejar rastro.

Todavía con la corona de espinas, Cristo muestra un cuerpo bello pero no atlético, y no se aprecian en él las huellas de la flagelación: como en otros casos, la fidelidad anatómica se sacrifica a la elegancia de las formas. Más raro es que no tenga propiamente barba, pues la incipiente y cerrada que vemos debe entenderse como crecida durante los días de tormento. Tiene los ojos en blanco, y muy levemente abierto el derecho, justo para que se vea el globo como una diminuta mancha clara. De la herida que tiene en el costado mana sangre, que se está coagulando, y también agua como se dice en Juan, 19, 34. El paño de pureza -que es uno de los velos de la Virgen- es tan transparente que se ve con claridad la sangre que fluye por debajo y que sin embargo no llega a mancharlo. Bajan el cuerpo de la cruz tres hombres. El de más edad es probablemente Nicodemo, fariseo y jefe judío (Juan, 3, 1-21; 7, 50). El más joven, que parece un criado, tiene los dos clavos -sanguinolentos y de espeluznante longitud- que han quitado de las manos de Cristo y ha logrado que la sangre no manche sus ropas: un pañuelo blanco, unas medias también blancas y una casaca de damasco azul claro. La figura que viste de dorado es probablemente José de Arimatea, el hombre rico que consiguió que le entregasen el cuerpo de Cristo y lo enterró en un sepulcro nuevo que reservaba para sí (Mateo, 27, 57-60). Su fisonomía es muy parecida a la del Retrato de un hombre robusto (Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, inv. 74). La mujer que, a la derecha del todo, entrecruza las manos es la Magdalena. El hombre barbado y vestido de verde que está detrás de José de Arimatea es probablemente otro criado. El tarro que sostiene puede ser el atributo de la Magdalena, con lo que contendría el perfume de nardo, auténtico y costoso con que ella ungió los pies de Jesús (Juan, 12, 3). A la izquierda, la Virgen se ha desvanecido y ha caído al suelo en una postura que repite la del cuerpo muerto de Cristo. Sufriendo con él, está viviendo su Compassio. Tiene los ojos en blanco, entrecerrados. Las lágrimas resbalan por su rostro, y junto a la barbilla una de ellas está a punto de gotear. La sujeta san Juan Evangelista, ayudado por una mujer vestida de verde que es probablemente María Salomé, hermanastra de la Virgen y madre de Juan. Y la mujer que está situada detrás del santo puede ser María Cleofás, la otra hermanastra de la Virgen.

El espacio contenido en la caja dorada no tiene nada que ver con el espacio que ocupan las figuras. En el remate superior, la cruz está inmediatamente detrás de la tracería, pero cuando descendemos vemos que delante de la cruz hay espacio para Nicodemo, Cristo y la Virgen. Sabedor de que esas incongruencias espaciales no podían ser demasiado evidentes, Van der Weyden ocultó las principales intersecciones. Alargó así de manera extraordinaria la pierna izquierda de la Virgen, de manera que el pie y el manto escondieran la base de la cruz y uno de los largueros de la escalera. La postura del hombre de verde está forzada para que su pie derecho y el ribete de piel de su vestido oculten en parte el otro larguero. Aunque estos subterfugios no son apreciables de manera inmediata, las perspectivas falsas producen una sensación de incomodidad en el espectador, que no puede dejar de advertirlas. Dentro de este escenario, las figuras trazan una estructura lineal perfectamente equilibrada. La cruz se halla en el centro exacto de la tabla. La postura de Cristo se duplica en la de la Virgen, y son también similares las de María Salomé y José de Arimatea, que establecen entre ellas una sintonía visual. San Juan y la Magdalena funcionan en cambio como paréntesis que abrazan al grupo central. Con los pies cruzados, la Magdalena tiene que apoyarse en el lateral de la caja dorada para mantenerse en pie. Pese a ello se está deslizando hacia el suelo, donde compondría una imagen poco decorosa. Ninguna de las figuras está firmemente apoyada sobre sus pies; en su mayoría están a punto de derrumbarse. Se produce así en el espectador una impresión de inmutable estabilidad que se contradice de inmediato. La cabeza de Cristo está situada en un eje horizontal que ya resulta poco natural, pero además la perspectiva de la nariz está forzada para subrayar aún más esa horizontalidad. Como todo el cuadro recibe una fuerte luz desde la derecha, el artista puede iluminar el rostro de Cristo desde abajo, de manera que las partes que normalmente estarían en sombra sean muy luminosas. Otro elemento que contribuye, aunque de manera distinta, a la extrañeza que produce la imagen es la incipiente e inesperada barba. Y las espinas que se clavan en la frente y la oreja transmiten dolor. Pero es el expresivo empleo de la estructura, la luz y la irracionalidad lo que más subraya el horror de la escena.

Es probable que Van der Weyden empezara por realizar un boceto detallado para que fuera aprobado por sus clientes. Después lo copió a mano alzada con largas pinceladas ricas en aglutinante, para obtener el audaz dibujo subyacente que muestra la reflectografía infrarroja. Pero al pintar no siempre siguió ese dibujo subyacente: colocó más bajas las cabezas de María Salomé, José de Arimatea y el hombre barbado de verde, y modificó también algunas manos y pies, los travesaños de la escalera y muchas zonas de los paños. Esos cambios de opinión son siempre interesantes, y el dibujo subyacente, realizado con viveza y audacia, revela una creatividad espontánea que puede sorprender a muchos de los que lo ven. Así, el microscopio o los detalles fotográficos sumamente ampliados son el mejor camino para apreciar la seguridad y rapidez de su técnica y la confianza de su pincelada (Texto extractado de Campbell, L. en: Rogier van der Weyden, Museo Nacional del Prado, 2015, pp. 74-81).

Cristo abrazando a San Bernardo

Ribalta

1625 - 1627. Óleo sobre lienzo, 158 x 113 cm.

Es esta una de las composiciones más bellas de la producción final de Ribalta. La figura de Cristo parte de un modelo realizado por Sebastiano del Piombo en su Llanto sobre Cristo muerto (San Petersburgo, Hermitage), obra que el español copió en dos ocasiones. La corpulenta anatomía de Cristo, las facciones y la expresión de su rostro, así como el sentido lumínico están en deuda con la pintura del italiano.

La disputa con los doctores en el Templo

Veronés

Hacia 1560. Óleo sobre lienzo, 236 x 430 cm.

Ilustra el último pasaje de la infancia de Cristo (Lucas 2, 41-50), cuando a los doce años fue llevado por sus padres a Jerusalén para celebrar la Pascua. María y José perdieron a su hijo, al que encontraron en el Templo discutiendo con los doctores. La superioridad teológica de Cristo se subraya mediante su ubicación en alto en el eje de la composición. Con sus manos hace un gesto, el llamado cómputo digital, de enumeración de los argumentos esgrimidos ante la mirada de los doctores. Del auditorio sobresale un anciano barbado que seguramente sea el comitente. Viste hábito de caballero del Santo Sepulcro y sostiene un bordón de peregrino, lo que permite suponer que acaso encargara la pintura para conmemorar una peregrinación a Tierra Santa. Datado en la década de 1560, la interpretación de los números "MDXLVIII" que aparecen en el libro que porta el personaje en primer plano como fecha del cuadro: 1548, ha generado polémica entre los especialistas, muchos de los cuales rechazan tal posibilidad por considerarla incompatible con la maestría exhibida por su autor. Aducen también en contra de una fecha tan temprana la derivación del fondo arquitectónico de los grabados de la edición de Vitruvio publicada en 1556. En 1648 en la Casa Contarini de Padua, se cita en 1686 en el Alcázar de Madrid y acaso fuera adquirida por Velázquez en su segundo viaje a Italia (1649-1651).

San Andrés

Rubens

1610 - 1612. Óleo sobre tabla, 108 x 84 cm.

Dentro de este apostolado pintado por Rubens entre 1610-1612, San Andrés, al igual que san Felipe, lleva a cuestas la cruz en la que fue crucificado; una cruz en aspa denominada Decussata. La muestra en primer término a diferencia del otro, tapada por el gran manto rojo que lleva. La posición de la cruz en aspa hace que el rostro llame más la atención.

La diferencia de tratamiento entre unos apóstoles, que meditan y se recogen sobre sus libros a pesar de portar las armas con las que fueron asesinados, otros desencajados con sus símbolos de martirio, unos mirando al espectador de forma rotunda y otros hacia el cielo o fuera de la composición ofrecen diferentes actitudes y respuestas ante los problemas que se enfrentaron, de tal forma que el artista nos ofrece un conjunto que actúa como un todo, en el que se van entremezclando unos con otros, siempre con un tratamiento de la imagen similar y donde podemos observar distintos aspectos de la vida de estos hombres. En el siglo XVII y tras el Concilio de Trento la producción de apostolados creció y Rubens, un artista muy relacionado con los dogmas cristianos y la representación de los mismos, busca potenciar la idea de sacrificio de estos doce apóstoles.

Esta serie muestra, al igual que sucede con La Adoración de los Magos, el aprendizaje de Rubens tras su viaje a Italia. Las formas de estos personajes son corpulentas, vigorosas y fuertes, de recuerdo miguelangelesco, con una mirada penetrante que, en algunos casos, se dirige hacia el espectador. Recortados sobre un fondo monocromo oscuro, las figuras ganan aún más en peso y rotundidad, representadas en tres cuartos. Sin embargo, y a pesar de que sigue la tradición pictórica a la hora de representar este conjunto, no son personajes estáticos ni frontalizados, sino que los coloca en diferentes posturas, girando sus cabezas, con las manos en diferentes planos y dirigiendo la mirada hacia distintos puntos. Además del recuerdo manierista de Miguel Ángel el otro punto de inspiración es la pintura de Caravaggio, que también se observa en la Adoración de los Magos. Aquí se muestra no solo en el tratamiento pictórico de las telas, de grandes pliegues y caídas, sino también en el estudio lumínico, con focos dirigidos algunos de ellos frontales o laterales, y que sumen parte de la figura en sombras. Además el naturalismo de los rostros, que huyen de la idealización, también recuerda a los modelos del italiano, quien recibió críticas por la excesiva humanización de sus modelos. En este caso Rubens, a pesar de seguir a Caravaggio, los retrata con cierta distancia y atemporalidad que los aleja del mundo terrenal.

En cuanto a la técnica se muestra más contenida que en sus últimas obras. En algunas partes de los retratos se observa la preparación del lienzo, que utiliza para dar color a los rostros, las maderas o los libros entre otros elementos. Es un conjunto de obras muy sobrio en la paleta cromática pero muy trabajada, buscando representar las luces y las sombras. Los cabellos y las carnaciones están construidas a base de pinceladas de diferentes colores y texturas, consiguiendo un realismo y un cuidado típicos de sus obras.

El conjunto perteneció al Duque de Lerma al que pudo haberle llegado de manos de Rodrigo Calderón, diplomático flamenco al servicio de Felipe III y protegido del duque, por el que también entró en España y posteriormente en la colección Real la Adoración de los Magos. En 1618 Rubens le escribe una carta a sir Dudley Carleton, en el que le envía una lista de obras que estaban en su casa. Allí menciona "Los doce apóstoles, con Cristo, realizado por mis discípulos, de los originales hechos por mi que tiene el duque de Lerma". Desde la colección del duque de Lerma hasta la entrada del conjunto en la colección real, concretamente en 1746 donde aparecen inventariados en el Palacio de la Granja de San Ildefonso, nada se sabe con certeza.

Información revisada y actualizada por el Departamento de Pintura Flamenca y Escuelas del Norte del Museo del Prado (marzo 2015).

La Coronación de la Virgen

Velázquez

1635 - 1636. Óleo sobre lienzo, 178,5 x 134,5 cm.

Velázquez pintó La Coronación de la Virgen con destino al nuevo oratorio de la reina Isabel de Borbón en el Alcázar de Madrid, donde debía completar la serie de nueve pinturas de Fiestas de Nuestra Señora de Alessandro Turchi enviada a Madrid desde Roma, en 1635 o antes, por el cardenal Gaspar de Borja y Velasco. Es su última pintura religiosa. El oratorio, situado en la primera planta del Alcázar, a la parte de la Galería del Cierzo, se decoró con pinturas murales de Angelo Nardi y un retablo construido por Martín Ferrer sobre trazas de Juan Gómez de Mora (perdido); y, probablemente en 1636, se colgaron en él cincuenta y cuatro pinturas, entre ellas el gran Cristo crucificado de Federico Barocci. La iconografía de La Coronación de la Virgen velazqueña es tradicional, y sigue modelos anteriores de Durero y El Greco. El angelote arqueado hacia atrás en el lado derecho parece cita de uno similar en un grabado de Schelte a Bolswert según la Asunción de la Virgen de Rubens. Las dimensiones del lienzo y el tamaño menor que el natural que presentan las figuras, un tanto extraño en Velázquez, se pueden explicar por referencia a la serie de pinturas ya existente y a la que el maestro debía adaptarse. Incluso el gesto con que María se lleva la mano al pecho podría estar pensado como un eco del de la mano izquierda de la Virgen en La Anunciación de Turchi.

La Coronación se suele datar en la primera década de 1640, pero hay sólidas evidencias circunstanciales para pensar que estuviera pintada en 1636. Como antes se ha dicho, la serie de Turchi ya estaba en Madrid en 1635, y es probable que el propio oratorio quedara listo para su uso dentro del año 1636. Antonio Palomino, que suele ser preciso en la cronología, situó la ejecución de la pintura por la época de La rendición de Breda, que casi con seguridad estaba terminada en abril de 1635: En este tiempo pintó también un cuadro grande historiado de la toma de una plaza por el señor Don Ambrosio Espínola (...); como también otro de la Coronación de Nuestra Señora, que estaba en el oratorio del cuarto de la Reina en Palacio (Palomino, [1724] 1986, p. 171). Carmen Garrido, manejando sólo datos técnicos, ha argumentado de forma convincente que las características de la ejecución corresponden a la práctica de Velázquez en torno a 1635. Aunque Ceballos ha propuesto recientemente que fuera Borja quien encargase la obra a Velázquez para la reina después de su regreso a Madrid, también es posible que fuera un encargo de la propia reina, o del rey como regalo para decorar el oratorio de su esposa. Siempre ha sido reconocida la autoría de Velázquez, salvo un curioso lapsus en 1735, cuando se anotó entre las obras salvadas del incendio del Alcázar en diciembre de 1734 como original del Racionero Cano (Texto extractado de Finaldi, G. en: Fábulas de Velázquez. Mitología e Historia Sagrada en el Siglo de Oro, Museo Nacional del Prado, 2007, p. 325).

La Trinidad

El Greco

1577 - 1579. Óleo sobre lienzo, 300 x 179 cm.

Esta obra coronaba el retablo mayor del convento de Santo Domingo el Antiguo (Toledo), primer encargo que recibió el Greco al llegar a España, junto con la Asunción de la Virgen en el piso inferior (actualmente en Chicago, Art Institute) y cuatro lienzos de dimensiones mucho más reducidas: las imágenes de cuerpo entero de San Juan Bautista y San Juan Evangelista y los dos bustos largos de San Bernardo (San Petersburgo, State Hermitage Museum) y San Benito. Por encima de la Trinidad se encontraba una Santa Faz pintada sobre madera (colección particular). La Trinidad debía verse a bastante altura, lo que en parte explica la perspectiva, la monumentalidad y el sentido escultórico de las figuras, propios por otra parte del periodo inicial del Greco en Toledo. La representación de Cristo muerto sostenido parcialmente por Dios Padre, sentado en un trono de nubes, acompañado por la paloma, símbolo del espíritu santo, y rodeado de un grupo de ángeles, es uno de los ejemplos más logrados del carácter de la pintura del Greco en su primera etapa en España. Parte de una composición tomada de Alberto Durero en la que se aúnan dos iconografías tardomedievales: la Compassio Patris (el Padre Eterno sosteniendo el cuerpo muerto de Jesús) y la del Trono de Gracia, en el que Cristo aparece crucificado, convertido en una suerte de Piedad masculina. En las dos iconografías se mantiene una misma simbología eucarística y redentora, el ofrecimiento y aceptación por parte de Dios Padre del sacrificio de su Hijo para que la humanidad alcance la salvación. Aunque la idea compositiva partía de Durero, la formulación de la tela mostró la absorción del Greco de lo mejor de la pintura italiana, y especialmente del tono heroico empleado por Miguel Ángel para la figura de Cristo. El otro elemento fundamental de la obra es el colorido empleado. El Greco se circunscribe aquí a una paleta que toma aspectos de la escuela veneciana, pero también del manierismo romano. Se destaca el cuerpo monocromo, cadavérico de Cristo, impregnado de los tonos cenicientos de las nubes. Flanqueando esta importante figura, tanto Dios Padre como el cortejo de ángeles muestran en sus túnicas unas entonaciones esplendentes: azules, rojo carmín, verde, morado y amarillo culminados por el cielo dorado que enmarca la nívea aparición del Espíritu Santo (Texto extractado de Ruiz, L.: El Greco. Guía de sala, Fundación Amigos del Museo del Prado, 2011, p. 18).

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