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Ernesto Arias (actor, director y maestro de actores): "Todo se puede sintetizar con un 'sí, pero no tanto'"

  • “Mi mundo es el del teatro. Vivir en él implica un precio a pagar que es la incertidumbre laboral, el vértigo de no saber qué va a ser de ti en unos meses”
  • ”Los actores tendríamos que saber decir muy bien los textos, hacerlos creíbles y, a través de ello, conseguir remover el alma del espectador”
  • “La relación con los objetos que maneja un personaje, determina mucho su configuración”

miércoles 16 de enero de 2019, 11:37h
Ernesto Arias (actor, director y maestro de actores): 'Todo se puede sintetizar con un 'sí, pero no tanto''
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(Foto: Sergio Parra )
Afable, cercano, reflexivo, profundo y extraordinario conversador, Ernesto Arias (Asturias, 1969) -además de estupendo actor y director de escena, debe de ser un magnífico profesor porque su discurso es calmado, envolvente, progresivo y seductor. Y, sobre todo, tiene una enorme facilidad de escucha, porque su respuesta parte siempre del argumento que acaba de atender en su interlocutor para apoyarse en él antes de dar el suyo. Rara avis en los tiempos que corren en donde casi nadie escucha a nadie.

Sin antecedentes artísticos en la familia, al Ernesto niño lo fascinó una obra de teatro que vio en la Casa de Cultura de Lugones cuando apenas tenía siete años. “La dirigía Jesús Pérez Llana, Chús Pérez, un hombre muy influyente en mi vida, que impulsó mucho la actividad cultural de la zona en aquellos años. Cuando volvió de Madrid, después de haber estudiado cine, fundó un grupo de teatro del que formaban parte muchachos del pueblo, de 12 a 14 años, que yo conocía de verlos por allí. Cuando los vi sobre el escenario, absolutamente transformados (pintados, maquillados, bailando, cantando…), ¡me quedé impresionado! Representaban el musical Godspell y luego hacían también una comedia de situación, en bable asturiano, Un xuici de faltes, Un juicio de faltas…. Me quedé fascinado de ver hasta qué punto se podían divertir y transformar personas que yo consideraba serias, que las veía por la calle, en misa, etc. Verlos en esa tesitura me impresionó y desde ese mismo momento pensé que yo quería probar eso del teatro

Contagiados por ese espíritu, Ernesto, junto a sus hermanos, inventó una obra y pidieron a la Casa de la Cultura poder representarla también allí, y les dejaron hacerlo. “Acudieron cuatro amigos, mis padres y poco más… Pero Chus Pérez, al ver el interés tan grande que mostrábamos, nos captó para el grupo de teatro…”. A partir de ahí, Ernesto Arias no ha dejado ya de hacer teatro, y han pasado más de cuatro décadas.

Desde los siete años, y hasta su marcha para Madrid en 1992, Arias estuvo vinculado a ese grupo de teatro de la Casa de Cultura de Lugones y a Chus Pérez quien, poco más adelante, semiprofesionalizó ese grupo transformándolo en Trasgos Teatro, en el que estaba también Rosa Manteiga (hace muy poco la he visto en un montaje de Roberto Cerdá, Tierra de Tiza), con quien más tarde coincidiría también en el Teatro de La Abadía… “Fue una época en la que me divertí muchísimo, la infancia, la adolescencia… Recuerdo cuando le dije a Chus que quería dedicarme profesionalmente al teatro, y fue él quien me dio la noticia de que en Gijón iban a abrir una Escuela de Teatro, que me evitaría tener que venir a Madrid a estudiar”.

Como ya de niño Ernesto tenía muy claro que lo suyo iban a ser las artes escénicas, su madre, previsora, le aconsejó que se formara en alguna rama de Formación Profesional por si algún día las cosas se torcían: “Le hice caso y soy electricista porque estudié los cinco años de FP, Electricidad, aunque nunca me interesó realmente y nunca he llegado a ejercer. Mi padre quería que continuase estudiando Ingeniería, pero ya era el momento de dedicarme a estudiar lo que realmente me gustaba”. Desde entonces, el Ernesto electricista no ha ido más allá de cambiar los enchufes de casa o de hacer alguna que otra instalación eléctrica, también familiar.

Diplomado años después en el Instituto del Teatro y de las Artes Escénicas de Asturias, Ernesto Arias se formó en el Teatro de La Abadía desde su fundación con maestros como José Luis Gómez, Mar Navarro, Vicente Fuentes, Agustín García Calvo, Javier Sánchez, Jesús Alandrén, Juan Carlos Gené, Hernan Gené o Lenard Petit. Entre 2004 y 2008 fue coordinador de su departamento de formación, donde también ha impartido talleres sobre palabra escénica, trabajo de texto, acción verbal y técnica Chéjov. Ha sido también asesor de texto y verso de Lawrence Boswell (Fuenteovejuna de Lope de Vega), Ana Zamora (Auto de los cuatro tiempos de Gil de Vicente y Misterio del Cristo de los Gascones) y Hernán Gené (Sobre Horacios y Curiacios de Bertolt Brecht).

Como actor, ha participado, entre muchos otros montajes, en El malentendido de Albert Camus dirigido por Eduardo Vasco, en el Centro Dramático Nacional; Veraneantes de Gorki dirigido por Miguel del Arco en La Abadía; El arte de la comedia de Eduardo di Filippo en La Abadía; El alcalde de Zalamea de Calderón en la Compañía Nacional de Teatro Clásico; El perro del hortelano dirigido por Lawrence Boswell en Rakatá, o en la adaptación al teatro de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, con dramaturgia y dirección de Darío Facal, en los Teatros del Canal. También ha trabajado en series de televisión como Águila Roja, Isabel, Los hombres de Paco, Policías, SMS o Periodistas, y en el telefilme Una bala para el rey.

Asturiano hasta la médula

Entrevistador y entrevistado somos madrileños sobrevenidos, así es que no es difícil encontrar inmediatamente nexos y experiencias comunes. Por ejemplo, el valor de la comida en nuestros pueblos de origen, en donde la hospitalidad siempre empieza por ahí: “Como buen asturiano me gusta comer, y siempre estoy con que me sobran unos kilillos. Lo que pasa es que no tengo esa neurona en el cerebro que indica que ya estoy saciado. Si hay comida delante, simplemente sigo comiendo. Me suelo burlar cariñosamente de mi madre diciéndole que esto se debe a que, de pequeños, nos obligaba a todos los hermanos a no dejar nada en el plato”. Platos que, ya de mayores, entran mucho mejor con un buen caldo, que en el caso del pueblo de Ernesto, es el vino de Corias: “yo soy de un pueblo del interior de Asturias, Corias. Está a dos kilómetros de Cangas del Narcea, de donde es mi familia. Mis padres, mis abuelos y mis bisabuelos nacieron en esa zona, en un radio de unos 10 kilómetros”, así es que es asturiano hasta la médula. Su padre -camionero, cinco hijos-, hacía largos viajes a Madrid para transportar cobre a una fábrica de Lugones, lugar al que muy pronto se trasladó la familia. Y fue allí, en Lugones, donde Arias hizo sus primeros estudios hasta que, más adelante, se fue a Gijón a estudiar teatro.

Cuando le decimos que nos parece hombre sereno, reflexivo y muy poco dado al autobombo, Arias nos dice que “No lo sé. No me gusta leerme mucho a mi mismo. Prefiero que sean los demás los que me lean; yo simplemente trato de proceder como considero (siguiendo mis valores, principios e ideología…) de forma natural y honesta; y… en lo del autobombo no sé si estoy de acuerdo. A veces no me queda más remedio que hablar de mí mismo y trato de hacerlo positivamente, claro. Por otra parte, como actor, cuando hago un trabajo por supuesto que me gusta que se me reconozca… Pero lo que realmente me gusta del teatro es el momento de la preparación, del ensayo y el del escenario y, si tengo eso, ya me siento en plenitud, ‘vivo encendido en mí…’. Todo el escaparate, el envoltorio que hay alrededor no me interesa demasiado”. Entonces, ¿lo sufres, más que lo disfrutas?, le decimos: “La verdad es que un poco. Yo tuve una representante, Salbi Senante, que acaba de jubilarse, que siempre me decía eso de ‘véndete mejor. Vete a los estrenos…’, pero nunca le hice mucho caso porque creo que no sé hacerlo. Me pongo muy nervioso, me corto… Estar en el mundo del teatro es ya suficiente premio para mí y siempre me pregunto si soy merecedor de seguir estando en él. Esto, que podría parecer humildad, no es algo de lo que me sienta orgulloso. Realmente me gustaría ser más seguro y confiado”.

Cuando me vine para Madrid, mucha gente me decía que vivir del teatro era muy difícil, que nunca podría mantener a una familia… Por tanto me considero muy afortunado porque tengo una familia con tres hijos y, por ahora, puedo vivir de mi trabajo. Es cierto que no solo trabajo como actor y también desarrollo labores de docencia y de dirección de escena. Pero todo eso, para mí, es el mundo del teatro, que es donde me gusta estar. Y sé que el precio a pagar es la incertidumbre, el vértigo de no saber qué va a ser de ti en unos meses. Así llevo exactamente desde 1995, tres años después de mi llegada a Madrid, que fue cuando ya empecé a trabajar más asiduamente. Hoy, por ejemplo, solo sé que tengo trabajo durante los próximos cinco meses… Hubo dos momentos en mi vida en que no tenía trabajo y llegué a decirme: ‘¡Bien, hasta aquí he llegado!’. Pero por ahora voy surgiendo en las cabezas de algún director o de alguna persona que me propone algún proyecto y eso me permite seguir estando muy agradecido de poder continuar ejerciendo una labor con la que disfruto enormemente”.

Cuando Ernesto era joven no le preocupaba nada la huella que pudiese dejar en generaciones venideras, pero eso ha cambiado radicalmente con el paso de los años: “me gustó y me influyó bastante la lectura de Javier Gomá y su Filosofía de la ejemplaridad. Realmente, me gustaría que, sobre todo mis hijos, me recordasen como un buen padre, a pesar de los errores que haya podido cometer. Que cuando llegue el momento de tu muerte, que ese hecho –por lo demás, inevitable para todos-, sea considerado por los tuyos como la cosa más injusta del mundo… Por otra parte, agradezco mucho a mis padres que me hayan inculcado la conducta de que ‘cualquier cosa que hagas, trata de hacerla lo mejor posible’. Y se referían tanto a la relación con los demás como a la actividad profesional, y a las cosas más cotidianas… Creo que eso se me metió en las entrañas, y trato de tenerlo siempre en cuenta. Pero, volviendo al teatro, lo cierto es que aunque intentes hacer las cosas lo mejor posible, a veces salen mal porque en esta labor influyen muy diversos factores que tienen su propia vida”.

Actor, director y profesor. ¿Cómo se puede ser todo eso a la vez y no confundir los papeles? Arias dice que nunca se ha planteado el asunto pero que seguramente los confunde constantemente: “La Abadía se inaugura en 1995, con aquella una primera generación de actores que estrena Retablo de la avaricia, la lujuria y la muerte (hablo de Pedro Casablanc, Esther Bellver, Carmen Machi, Beatriz Argüello, Alberto Jiménez, Carmen Losa, entre otros). Pasados los años, José Luis Gómez nos llamó a algunos para decirnos que, quienes llevábamos más tiempo teníamos que monitorizar las sesiones de entrenamiento a la gente joven que iba entrando. Y yo, que no había tenido nunca una clara vocación docente, me vi en la circunstancia de tener que compartir con los nuevos actores la manera de trabajar de La Abadía. Allí empezó todo. Después, hubo un momento en que me despegué un tiempo de La Abadía, y me comenzaron a llamar de otras instituciones, escuelas y compañías, para impartir talleres porque se despertó mucho interés por el trabajo que se hacía en La Abadía y, de pronto, vi que ahí había otra manera más de desarrollar una labor interesante dentro del mundo del teatro. Pero, lo cierto es que nunca he tomado la iniciativa de organizar personalmente algún taller o curso; siempre los he impartido respondiendo a las propuestas de otros. Ahora colaboro regularmente en ‘Fuentes de la voz’, con Vicente Fuentes, y en la Escuela Working Progress, de Darío Facal.

Le pasó otro tanto con la labor de dirección, “salvo en mi primera dirección (En la calle, de José Ramón Fernández) -que lo hice por iniciativa personal, junto a Andrea Delicado, una amiga vinculada también a La Abadía como ayudante de dirección, en el que invertí incluso un dinero, que luego recuperamos- por ahora nunca he dirigido otra cosa por iniciativa propia. Después de En la Calle las direcciones que he hecho siempre han sido proyectos que me han propuesto… Es cierto que me gustaría emprender mis propios proyectos de formación y de dirección, pero me considero fundamentalmente actor y mientras me sigan ofreciendo trabajo de ello y pueda compaginarlo con las propuestas de docencia y dirección que me llegan, no me importa para nada no ponerlos en marcha”.

“Nunca empiezo a trabajar con una idea predeterminada del personaje”

“El de las redes sociales -continúa argumentando ahora el actor y director-, es un lenguaje nuevo y hay que aprender a leerlo y utilizarlo. ¿Se puede juzgar a alguien por lo que ha escrito en un twet hace 15 años? Pues, a lo mejor, no se debería… Como tampoco se puede analizar un libro de cientos de páginas en apenas 240 caracteres. Creo que tenemos que aprender a relacionarnos con ellas y a manejar ese formato como si fuera un lenguaje nuevo que tenemos que aprender a utilizar. Empezando por no darle un valor excesivo a lo que aparezca en ellas. Yo me limito a escribir, de vez en cuando, sobre lo que estoy haciendo o lo que tengo en proyecto, para que la gente que me sigue sepa en qué estoy metido, pero poco más. Y, al mismo tiempo, me meto en los perfiles de personas que me interesan con el mismo fin, el de conocer en qué proyectos están metidos, qué están haciendo…”.

Una de las cosas que más le gustan del teatro a Arias es, precisamente, acudir con frecuencia a él para aprender de sus compañeros: “Como actor no me interesa mucho ese dilema de quién es el actor y quién el personaje, ni donde acaba uno y empieza el otro. Por ejemplo, si acudo como espectador a una función, no me interesa en ese momento ni el personaje, ni el actor que lo representa, sino ese ser que está ahí, encima del escenario, en ese momento, qué le pasa, qué piensa, que siente, etc. Me da igual si ese ser posee cosas del actor o del personaje, o cuánto tiene de uno o cuánto del otro. Eso también me ocurre cuando trabajo como actor, trato de no preguntarme demasiado cómo es el personaje. Antes, supongo que trabajaba con algo parecido a la idea de Stanislavski de construir el personaje, mientras que ahora simplemente me pongo a trabajar partiendo de las palabras que ha escrito el autor que debo hacer mías, interiorizarlas, sensorializarlas, y luego durante los ensayos - siguiendo las indicaciones del director y acoplándome a mis compañeros de reparto- en algún momento del proceso creativo, acaba por brotar eso que se llama el personaje. Para mí es una labor que tiene que ver más con labrar o cultivar que con construir. Cuando imparto clase suelo decir que, si se habla de construir, el personaje se construye de forma conjunta entre uno mismo, los compañeros de reparto, el vestuarista, el director, el iluminador, etc. En alguna ocasión he puesto el ejemplo de que cuando hice Hedda Gabler -yo interpretaba a Jorge Tesman, el marido de Hedda- junto a Cayetana Guillén Cuervo, dirigida por Eduardo Vasco este me dijo que, en la primera escena, cuando me encuentro con la tía, llevase un reloj para consultarlo discreta y frecuentemente para que eso diera ya idea de la urgencia que tenía de que ella se fuese y así poder ponerme a trabajar en mi libro. Pues unos días antes del estreno, Lorenzo Caprile, que hacía el vestuario, me dio un reloj que se ajustaba al vestuario que había diseñado y este era de bolsillo -yo había ensayado todo el tiempo con uno de pulsera-. Para mí eso fue un enriquecimiento porque ese reloj me exigía otro tipo de gestos y demandaba una relación distinta con el objeto, y sinceramente creo que fue algo que terminó determinando mucho cómo era el personaje, al igual que la pajarita que Caprile decidió que llevara en vez de corbata, o la pluma estilográfica que me proporcionó Juan Luis Masó. La relación con los objetos que maneja un personaje, las prendas que se pone, el estilo de ellas, su color, etc. todo eso determina mucho la configuración del personaje, y no son decisiones exclusivas del actor… Por eso vuelvo a la pregunta: ¿he construido yo a Jorge Tesman? Sinceramente no, porque ni el reloj, ni la pluma, por ejemplo, han sido decisiones mías… En definitiva, yo trato de no hacerme ideas muy definitivas de cómo es el personaje que voy a interpretar. Cuando me surge una pregunta sobre él, quizá me la respondo, pero intento siempre mantener abiertas todas las posibilidades. Porque sé que, al final, en algún momento del proceso el personaje aparecerá. Y lo que, verdaderamente, me interesa es que el espectador vea un ser al que le pasan cosas, que reacciona a ellas, que tiene sus ideas y que siente emociones, y que sea el espectador mismo quien determine cómo es ese ser, es decir es el espectador quien tiene que responder cómo es el personaje, no yo.

“Una buena interpretación tiene que estar cargada de vida”

Como cada uno de los elementos que intervienen en el proceso teatral (dramaturgo, director, actores, equipos artísticos y técnicos, espectadores…) tiene una idea distinta de lo que podría llamarse una ‘interpretación de calidad’, preguntamos a Ernesto -que tiene bastante de todo-, cómo la definiría entonces. Para él, hombre pragmático, y que trata por tanto de objetivar, no le gusta dejar el asunto únicamente en manos de la inspiración: “como yo quiero ser la mejor versión de mí mismo como actor, me gusta objetivar y sistematizar las cosas porque si todo se confía a la intuición es muy difícil seguir mejorando. Para mí una buena interpretación tiene que tener tres cosas muy simples: la primera, que el espectador la reciba con facilidad, de forma diáfana, que lo que se diga desde el escenario sea entendido fácilmente. Esto, obviamente, es mucho más difícil cuando se trata de Calderón, que de un autor contemporáneo que utilice un lenguaje cotidiano. Pero un buen actor tendría que poder manejar el lenguaje de Calderón o de Valle-Inclán, para hacerlo comprensible al espectador, debería ser elocuente incluso con un lenguaje complejo y de difícil comprensión”.

“Pero con entenderlo no basta –prosigue diciendo Arias-. Tiene que ser, además, verosímil, ser creíble (y fíjate que no digo ‘verdadero’, sino verosímil dentro del código que se establece en el escenario). En mi opinión el espectador siempre quiere creérselo. Pero esto de lo verosímil en el escenario es algo que va cambiando constantemente. Por ejemplo, Margarita Xirgu en su época, era considerada una actriz muy auténtica y con enorme verdad, pero hoy su forma de interpretar no resultaría verosímil. Incluso cuando escuchas, por ejemplo, a Fernando Fernán Gómez haciendo El alcalde de Zalamea que interpretó en el Festival de Almagro, creo que al comienzo de los 80 (y que, por cierto, puede encontrarse fácilmente en Youtube) se percibe que hay algo en su manera de decir que está como algo anticuado. Y digo esto con el mayor respeto, admiración y devoción hacia ambos. Simplemente la sociedad se desarrolla y ahora se habla de otra manera. No basta con saber decir bien los textos y hacerlos entendibles, sino que hay que hacerlos también creíbles y verosímiles dentro del universo, del código creado por el director en el escenario.

Es un placer escuchar al Ernesto Arias profesor porque explica sus puntos de vista con la misma claridad que pasión y vehemencia. Y en ese mismo sentido, continúa afirmando que “seguramente cuando las futuras generaciones vean las funciones que hacemos ahora, les van a parecer tan anticuadas y obsoletas en la manera de hablar y de decir los textos, como a nosotros nos parecen ahora las de hace unos cuantos decenios. Y esto sucederá porque lo que hoy resulta verosímil, no lo será dentro de un tiempo. Porque el teatro evoluciona constantemente. Y, retomando lo que decía anteriormente, además de que un texto se entienda y sea verosímil, tiene también que suscitar algo: o que emocione, o que movilice, o que indigne, etc… Lo que no puede es dejarte frío. Tiene que remover algo en el alma del espectador, en su espíritu; tiene que estimular, activar el mundo interno del espectador, ya sea el emocional o intelectual, o ambos. Esas tres cosas (que sea elocuente, que resulte verosímil y que genere cosas internas al espectador) son los ingredientes básicos que, en mi opinión, determinan una buena interpretación. Y luego, claro está, no se puede obviar lo subjetivo o instintivo que es también es muy determinante en el teatro. Siendo espectadores en una misma función a mí me puede llamar la atención un actor o actriz, y a ti, sin embargo, otro. Por qué de manera inexplicable depositamos más nuestra atención en un actor que en otro, tiene algo de subjetivo y enigmático. Ese asunto del magnetismo sobre el escenario es algo que también me interesa muchísimo, y reconozco que -en mi ánimo de objetivar y sistematizarlo todo, para así hacérmelo útil- le ando dando vueltas a la cabeza tratando de descifrar a qué obedece…”.

Pero Ernesto, además de actor, director y profesor, tiene también bastante de filósofo: “creo que al final, en la vida todo se reduce a cómo te relacionas con las personas y con las cosas, y la libertad reside en algo tan sencillo como en ser tú mismo quien puedas decidir cómo te relacionas y vinculas con lo que existe y convives y que eso no dependa de algo ajeno a ti. Y, en mi caso creo que mucho se reduce y se puede sintetizar con un ‘sí, pero no tanto’. ¿Hay que disfrutar de la vida? Sí, pero no tanto como para llegar hasta el punto de olvidarte de tus obligaciones y responsabilidades. ¿Tienes que cumplir tus obligaciones? Sí, pero no tanto que se te olvide divertirte y disfrutar de la vida… Me gusta empezar con un ‘sí’, con lo positivo, pero ese ‘pero no tanto’ me sitúa en una medianía que me resulta útil. Por eso quizás no suelo estar nunca plenamente a favor de algo, ni tampoco plenamente en contra. Creo que las cosas que, en principio, son absolutamente positivas, conllevan también cosas o efectos negativos y, paralelamente, aquellas otras cosas que son totalmente malas, pueden acarrear también algo de bueno con ellas. Y todo esto lo aplico especialmente en lo relativo al teatro”.

No soslaya tampoco Arias hablar de la crítica en el teatro y asevera que "encuentro a la crítica teatral actual, o demasiado benévola y complaciente, o muy rigurosa pero poco fundamentada. Está muy bien ser comprensivo con el hecho teatral, pero si la crítica, ya de primeras, va a ser siempre positiva y benévola, no estimulará nada al creador. Y por otra parte la crítica destructiva y gratuita no me interesa lo más mínimo, por mucha que sea la gracia con que esté redactada. El creador siempre pone algo en juego frente al público y la crítica que le resulta útil -ya sea buena o mala- es aquella que estimula su creación. En la crítica teatral de hoy en día creo que hace falta un poco más de mano dura, pero no de forma gratuita sino siempre razonada y fundamentada".

"Ahora estoy muy influenciado por el estudio de Nekrassov -termina afirmando Ernesto-, la comedia de Sartre que estrenamos en La Abadía a mediados de enero de 2019. En ella, la manipulación está muy presente. En uno de los momentos de la obra, mi personaje dice ‘he vivido 35 años y he experimentado todo tipo de maldades, y he tenido que esperar a mi último día para que un ser humano se atreviera a decirme que ha querido hacerme un favor… ¡Nadie ha hecho jamás un favor a nadie…!’ Es la desconfianza de quien cree vivir en un mundo en el que impera lo que Sartre llamaba ‘el utilitarismo’, te valoro porque me resultas útil, si no me resultas útil simplemente me eres indiferente. Yo también creo que hoy quedan muy pocas cosas puras en esta sociedad. Porque cualquier entidad, empresa, organización, partido político etc. va a valorarte cuando le resultas útil, y ¿cuándo se da eso? cuando compras o asumes su producto, su idea, su voto etc. Por tanto, irremediablemente, van a tratar de manipularte para que tu comportamiento, ideología, necesidades etc. obedezca a sus intereses. Yo muchas veces, incluso, me pregunto en qué medida mis necesidades u opiniones son puramente mías o quizá realmente han sido generadas manipuladamente. Imposible saberlo. Por eso creo que uno debe ponerse constantemente en tela de juicio, y ocuparse más en la escucha que en la propia proyección personal. Antes la pureza residía en la conversación, en el descubrimiento del otro, en la relación directa con los demás. Pero ahora la relación con el otro se conforma ‘virtualmente’ a través de las redes sociales, y creo que ahí hay demasiada proyección y poca escucha. Todo consiste, al parecer, en relatarse, en proyectarse permanentemente a sí mismo, más que en leer, en considerar y enriquecerse con las opiniones ajenas".

Así es, así piensa, así siente Ernesto Arias, otro nombre fundamental del teatro que hoy se hace en España. Una excepción a esa regla del ‘nadie escucha a nadie’ que está minando la convivencia en estos albores del siglo XXI. Hay gente -y Ernesto Arias es uno de ellos- a quien hay que escuchar siempre porque tiene mucho que decir y jamás habla por hablar.

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