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El ego naranja es amarillo

miércoles 26 de junio de 2019, 10:02h

Albert Rivera se ha convertido en su propio best firend forever y en el enemigo número tres de España. El camino que va de un "PSOE catalán" a la "marca blanca" del PP lo ha recorrido la oficialidad de Ciudadanos primero negando que estuviera ocurriendo, luego admitiendo solo la conveniencia de acercarse al PP por el "bien de España" y finalmente aceptando a Vox como animal de compañía. En todo este proceso, la presencia de un Rivera cada vez más engreído y más alejado de los principios rectores de su partido es permanente.

Ahora le gritan por la izquierda, por la derecha y por el este de la península, pero no oye. Ahora le gritan los que fundaron el partido y que abandonan hartos de las palabras tonantes de Rivera. El odio personal de Rivera por Sánchez es todo lo que ha hecho falta para arrastrar al fango un partido que prometía. El ego de Rivera lleva el mismo trazo del de Rosa Diez y empieza a caernos igual de antipático.

Al otro lado está Pablo Iglesias, el pequeño Stalin de Soria. Un hombre de talento con una gran preparación académica, verbo fácil y eficaz y una extraordinaria capacidad comunicacional a la que se añade la credibilidad que transmite. Pero eso no es suficiente: en este mundo hosco de la Política lo que cuenta es el número de escaños.

Podemos subió como la espuma de la cerveza y como ella también está bajando. Nació como una esperanza para remozar la política y en concreto la izquierda, pero eso duró tres minutos: inmediatamente se creyeron Rouget de Lisle, el compositor de La Marsellesa, al minuto siguiente eran la mixtificación de Milada Králová, Frida Kahlo y Rosa Luxemburgo y han acabado siendo Anadas Padamas recorriendo el duro camino hacia la irrelevancia.

Ahora, tras unas elecciones en las que los electores le han dicho a Pablo Iglesias que ni le creen ni le van a volver a creer, el hábil superviviente se da cuenta de que o consigue un cargo prominente en el gobierno de Sánchez o, simplemente, muere políticamente. Su ego, el más grande que se haya visto por estos lares desde Napoleón, le ha llevado a canjear votantes por fans histéricas, a cambiar la lucha de clases por una inexistente y falaz lucha de penes y vaginas y a defenestrar cualquier talento cercano a él, excpeto a Lady Macbeth.

Entre estos dos egos se desenvuelve nuestra política, uno evitando la mayoría social que salió de las urnas, esa alianza blue ribbon de la que habláramos aquí mismo tras las elecciones y que permitiría la legislatura de avance y solidez democrática que tanto necesitamos; y el otro creyendo que lo que no suma es mayor que lo que sí suma, una sandez que ya inventó la abducida y francamente poco preparada Meritxell Budó, que solo esconde la necesidad imperiosa de salvar el culo en un barco a la deriva.

Entre tanto, el político más mediocre del arco parlamentario, Pablo Casado, ha conseguido un poco de oxígeno con su pirueta circense para pasar del fascismo recalentado de Abril al extremo centro de Mayo con unos resultados como que de risa y cachondeo. Pero él no tiene que hacer nada: sentarse, sonreír, gritar los miércoles alternos cuando toque control del gobierno e ir una vez al mes al extranjero para que alguien le haga caso y le ponga un micro delante. El resto será esperar tranquilamente que pasen estos cuatro años sin que condenen a nadie más del PP, cosa imposible en los siglos venideros, amén.

Y con este panorama, en Cataluña se escuchan las conversaciones de los niños en el recreo y se apaliza a quien pinta una bandera española en su cuaderno así tenga ocho años. A quien se examina en castellano en un examen oficial del Ministerio de Educación se le apunta en una lista negra y la Semana Trágica está a punto de volver a estallar a manos de Miquel Buch, el nuevo Oskar Gronig al mando de los Mossos d'Esquadra, un hombre que no acabó la secindaria y que todo su currículum se reduce a haber sido matón de discoteca.

¿Y quién nos gobierna mientras estos se miran el ombligo?

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