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Manual de resistencia constitucional

jueves 23 de enero de 2020, 08:00h

Hay que admitirlo, el hombre de los pantalones estrechos se encuentra en un enredo. Por inclinación y por conveniencia eligió un pacto de gobierno que le obligaba a negociar con aquellos que quieren separarse de España. Es decir, aquellos que no reconocen y rechazan la Constitución. Por hacerlo algunos le acusaron de romper con el constitucionalismo. Pero eso no es del todo cierto. El hombre y su partido están convencidos de las bondades de la Constitución del 78 y quieren jugar en ese marco. Pero precisamente ahí comienzan sus problemas. Un dialogo y su consiguiente negociación entre quienes rechazan la Constitución y quienes la asumen está condenado de antemano si es que ambas partes mantienen sus posiciones. Y hoy resulta un simple dato que quienes rechazan la Constitución no están dispuestos a moverse ni un puto milímetro (por usar el lenguaje de Junqueras). Así las cosas, si el hombre de los pantalones estrechos quiere avanzar en la legislatura tiene pocas opciones: ante la evidencia de que el respeto irrestricto de la Constitución le obstaculiza el dialogo, sólo le queda tratar de bordear, caminar por los límites, sortear, soslayar el mandato constitucional, haciendo como que lo respeta, pero tomando medidas, realizando acciones que contenten al otro lado de la mesa que rechaza la Constitución.

Un ejemplo ilustrativo. El referéndum sobre autodeterminación no está reconocido por la Constitución y, además, el hombre se comprometió a penalizar cualquier intento de impulsarlo. Pero no ha tenido más remedio que aceptar una consulta en Cataluña sobre el resultado de la Comisión negociadora entre el Gobierno y el independentismo, si es que quería continuar con la virtualidad del dialogo. La amenaza estuvo clara: “sin mesa no hay legislatura”.

Alguien podría preguntar: ¿y en qué se diferencian ambos tipos de consulta en una determinada autonomía? La respuesta del hombre es bastante falaz: el referéndum se hace sobre la separación y la consulta sobre los resultados de la Comisión es acerca de un acuerdo; la primera es para dividir, la segunda para unir. Este malabarismo dialectico no puede ocultar que se basa en un presupuesto incierto: está anticipando el resultado de la mesa (un acuerdo) y no dice que pasa si en la mesa no hay acuerdo ¿se suprime la consulta o bien la consulta se usa para dirimir el desacuerdo? En todo caso, se bordea el espíritu de la Constitución, que está claro: sobre la situación de Cataluña, como sobre cualquier otro territorio, debe opinar el conjunto de los españoles.

Para superar el aprieto en que encuentra, el hombre de los pantalones estrechos está elaborando un manual para sortear la Constitución, un manual para resistir el mandato constitucional. Y en ese manual, uno de sus capítulos más importantes se refiere al sistema judicial. No por gusto sino por necesidad. Los secesionistas han hecho cuestión de principios sobre lo que ellos llaman el fin de la represión del Estado español. Ello tiene una expresión directamente referida al poder judicial: la “desjudicialización del conflicto político catalán”. El hecho de que el hombre haya abrazado estrechamente esa idea es completamente nuevo. Nunca antes, hasta el día después de las elecciones, esta idea presidia su discurso sobre el conflicto catalán. El problema que tiene ese planteamiento es doble: por un lado, identificar claramente quien es el agente judicializador y el segundo reconocer cómo desde el Poder Ejecutivo se puede favorecer la demanda de los socios secesionistas de poner fin a la represión.

Es cierto que la pasividad política de Rajoy hizo que los jueces fueran el último dique con el que chocaron los ilícitos independentistas. Pero no hay que restarle protagonismo al mismo secesionismo, que sabía perfectamente cuales eran las líneas rojas legales y las atravesó sin vacilación. En el fondo, era rentable probar que la ley y el orden del Estado español intervenían en la escena. Lo denunciable es la represión del Estado sin importar demasiado cual es el poder que la ejerce. Es decir, resulta indudable el protagonismo de los independentistas en la judicialización, comenzando por el simple hecho de que fueron ellos quienes realizaron los ilícitos.

Pero la cuestión más delicada consiste en saber qué puede hacer el Poder Ejecutivo para favorecer la demanda del fin de la represión, del fin de la judicialización. El nivel de intervención más directo refiere a la prerrogativa que tiene el Gobierno de nombrar al Fiscal General. El hombre de los pantalones estrechos se puso a buscar candidatos y varios de ellos rechazaron el papel que les ofrecía el contratador. Hasta que llegó a la figura de su Ministra de Justicia, Dolores Delgado, quien finalmente aceptó el reto. El hombre sabía el rechazo que causaría y, de hecho, la reacción de los medios fue unánime: “error político” sentenció el diario El País. Pero ese costo merecía la pena y el hombre de los pantalones estrechos ya tiene experiencia en enfrentar las cosas endureciendo el rostro.

El otro frente de actuación refiere a la capacidad de las fuerzas parlamentarias para modificar las leyes. Así que no se ha hecho esperar la propuesta: hay que reformar el Código Penal para, entre otras cosas, reducir la consistencia y las penas del delito de sedición. Claro, si eso se llevara a término tendría efecto retroactivo respecto a las condenas de los líderes del procés, hoy en prisión. De nuevo, el anuncio ha provocado una repulsa generalizada en medios políticos y judiciales. Y en esta ocasión, parece que el hombre de los pantalones estrechos ha considerado que hay que andarse con cuidado para llevar adelante su iniciativa.

Cualquier extraño podría preguntarse sobre cuál es la razón por la que el hombre se mete en estos tremendos aprietos a pecho descubierto. La causa es bien simple y descarnada: está defendiendo su legislatura. Ya se lo han dicho a quemarropa: sin satisfacer las demandas más sentidas del secesionismo no habrá legislatura. Es cuestión de vida o muerte (política). Aunque ello le obligue a elaborar un manual de resistencia constitucional sin garantía de aplicación exitosa, que, en todo caso, no será un legado edificante para las generaciones futuras.

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