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Las otras muertes de Miguel Hernández

miércoles 25 de marzo de 2020, 09:34h

Miguel Hernández, poeta comprometido con la República Española y universal por su inmensa sensibilidad, encarnó al poeta “del pueblo”.

Cabrero en su Orihuela natal, vino a Madrid a conocer a las grandes figuras de su generación, la que vino a llamarse “la del 27”. Y fue más grande que muchos de ellos, que le miraban con suficiencia de señoritos madrileños y se avergonzaban de su tosca y humilde vestimenta.

Es sobradamente conocida su peripecia en esos años, su protagonismo en la guerra civil desde comienzos de 1937 como comisario político militar en el 5º Regimiento en otras unidades en los frentes de la batalla de Teruel, Andalucía y Extremadura. Su actividad de comisario político comunista en el Ejército le valdría la pena capital tras la guerra, luego conmutada.

Al acabar la guerra. MH decidió volver a Orihuela, pero al ver el peligro que corría allí, decidió a Portugal por Huelva. La policía de Salazar, dictador portugués, lo entregó a la Guardia Civil.​

Desde la cárcel de Sevilla lo trasladaron al penal de la calle Torrijos en Madrid (hoy calle del Conde de Peñalver), de donde, gracias a las gestiones que realizó Pablo Neruda ante un cardenal, salió en libertad inesperadamente, sin ser procesado, en septiembre de 1939. Pero vuelto a Orihuela, fue delatado y detenido y ya en la prisión de la plaza del Conde de Toreno en Madrid, fue juzgado y condenado a muerte en marzo de 1940 por un consejo de guerra.

Gracias a la intercesión de importantes nombres de la derecha (¡aquélla derecha!) como Cossío y de altas jerarquías de la iglesia, le fue conmutada la sentencia por treinta años de prisión, en 1941, fue trasladado al Reformatorio de Adultos de Alicante, donde compartió celda con Buero Vallejo. Allí enfermó. Padeció primero bronquitis y luego tifus, que se le complicó con tuberculosis. Falleció en la enfermería de la prisión alicantina a las 5:32 de la mañana del 28 de marzo de 1942, con tan sólo treinta y un años de edad.

Pues bien, los recientes sucesos en torno al memorial de la Almudena y la actuación del Ayuntamiento de Madrid (presidido por el PP y Ciudadanos, con el imprescindible apoyo del partido ultraderechista VOX) han vuelto a poner de actualidad la figura, el pensamiento y el significado de tan insigne poeta.

Manuela Carmena creó un comisionado para la memoria histórica, compuesto por representantes de todos los partidos políticos del pleno de entonces (no estaba VOX en esa legislatura). Su recomendación, de juntar en un mismo memorial, el homenaje a las víctimas de ambos bandos, no fue atendida y se encargó la instalación de los nombres de los fusilados por el franquismo en los primeros instantes, ya acabada la guerra.

La polémica sobre los distintos puntos de vista enfrentados sobre la cuestión de qué nombres poner o no, de enrome calado y simbolismo, rebasa la intención de este artículo, que quiero centrar solo en la plancha con unos versos de Miguel Hernández, que se había consensuado con las asociaciones de memoria histórica, se instalaría en el monumento.

Pues bien, desde mi punto de vista, el nuevo gobierno de PP y Cs (que en muchos aspectos pero seguramente más en este, está influido por el apoyo de Vox) ha cometido un grave error al ordenar la retirada de los inmortales versos de Miguel Hernández “Para la libertad, sangro, lucho, pervivo….”. Porque al hacerlo, parece dar el mensaje de que MH representa a un bando, está manchado de parcialidad, y, también ello ha de neutralizarse.

Ningún alemán, ningún italiano, cuyas sociedades tanto ampararon el fascismo, entiende las dificultades que tiene la derecha española en normalizar la repulsa a la dictadura.

Ya en las postrimerías de la guerra, los propios italianos cerraron su vínculo fascista con el fusilamiento de Mussolini en Giulino di Mezzegra. Las fuerzas políticas que diseñan la nueva Italia, liberadas por los aliados y vencedoras del fascismo, tuvieron siempre clara la separación tajante de aquél régimen.

En Alemania fue distinto: los alemanes fueron derrotados, ocupados, separada su patria. Los horrores del holocausto fueron divulgados, los juicios de Nuremberg quisieron ser ejemplarizantes. La población alemán supo superar su frustración, la humillación y, salvo nostálgicos irreductibles, supo decir “nunca más”, supo abjurar de su complicidad con los crímenes nazis. Los alemanes supieron decir mi padre fue un monstruo.

En España, todavía no se ha dado esa catarsis en la derecha sociológica: el fascismo español no fue derrotado y los españoles no fueron liberados por los aliados. La duración del régimen, que de la brutalidad de la represión general de la larguísima postguerra, pasó a la represión individualizada de los escasos opositores y al desarrollismo; permitió un “lavado” de la imagen de la dictadura, en la que al cabo de cuarenta años habían convivido las torturas y la reciente prosperidad. Los hijos y nietos de los fascistas que ayudaron a Franco y se beneficiaron del régimen, no quieren abjurar de sus padres y abuelos. Psicológicamente “rechazan rechazar” explícitamente al franquismo, porque, para muchos, sería como denunciar a sus antepasados. Mejor olvidarlo. Pasar página. No reabrir heridas.

Creo sinceramente, que si, por un fenómeno mágico, ambas generaciones de contendientes enfrentadas en aquella cruel guerra antes de su fin, hubiesen sido congeladas y descongeladas cuarenta años después, esa actitud tendría sentido.

Pero mientras que para los vencedores y sus hijos y sus nietos es “bueno” olvidar, para los perdedores, los exiliados, los humillados, la memoria es lo único que les queda. La ley de amnistía borró las torturas y asesinatos, la transición acordó nunca repetir las depuraciones hechas con saña por el primer franquismo. Ninguna fortuna hecha de corrupción más violencia, fue cuestionada.

Se hicieron salvajadas en la guerra por los dos bandos, pero sólo hubo un dictador tras 1939. Solo hubo fusilamientos, trabajos forzados, represión sin cuento, desde el bando vencedor.

Los muertos franquistas fueron ensalzados, honrados, indemnizados, pensionadas sus familias. Los del bando perdedor, no. Por eso la llamada memoria histórica es un tardío y respetuoso intento de compensar tanta ignominia, tanta vergüenza.

Y por eso, desde el Ayuntamiento que presidió Manuela Carmena se quiso hacer ese homenaje, uno sólo, frentes a los cientos, a los miles que el franquismo dedicó a los “caídos por España”, en plazas, calles, monumentos, muros de iglesias…

Y por eso se acordó con las asociaciones de familiares, ese memorial, esos nombres, esa placa de Miguel Hernández.

Y por todo esto es tan terrible la decisión del alcalde del PP de quitar la lápida, de ser triste ejecutor de la que llamo tercera muerte de Miguel Hernández.

La segunda se había producido de manera callada y absurda, de manera sibilina y rastreramente burocrática.

Según cuenta el erudito local Carlos Rodríguez Eguía, (y lo hemos sabido gracias al gran trabajo de varios vocales vecinos del distrito, de Mas Madrid) el poeta y dramaturgo oriolano malvivió, desde aproximadamente mediados de diciembre de 1931 hasta mediados de mayo de 1932, en el número 4 de la calle Francisco Navacerrada del barrio de La Guindalera, en la zona más próxima a la calle Cartagena. En la actualidad no hay portal número 4. Una agencia y una tienda figuran en la guía Páginas amarillas con los números 2 y 6 respectivamente. A un garaje le correspondería el número 4, si existiera. No queda rastro de la Academia Morante, donde Miguel Hernández ocupó una habitación, gestionada por su amigo oriolano Alfredo Serna García, profesor de la Academia. A cambio de la habitación sin derecho a comida, el poeta ejercía tareas de conserje. ¿Y esta anomalía?

Eguía continúa: en Francisco Navacerrada, donde residió 5 meses, no hay ni puede haber ninguna placa que le recuerde, porque en el ayuntamiento de Madrid, regido en 1965-1973 por Arias Navarro, se encargarían de que no la hubiera, suprimiendo el número 4.

¿Se puede ser más mezquino? En el próximo pleno que nos deje celebrar la pandemia, vamos a pedir que se ponga un placa en dicho “no lugar”, para honrar su memoria.

Todavía se pueden corregir estas absurdas muertes civiles y simbólicas. Todavía podemos encontrar una manera de pasar, sí, todos página, porque la frase escogida que pronunció Azaña en el balcón del ayuntamiento de Barcelona el 18 de julio de 1938, “Paz, piedad, perdón” se base en una auténtica reconciliación y no en la imposición.

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