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Cuba: la penúltima oportunidad

Cuba: la penúltima oportunidad

·2008, año clave en el cambio de un país estancado en 1959

viernes 04 de enero de 2008, 18:21h
Viajar a Cuba en estos momentos, cuando todos los cubanos –y el resto del mundo—tienen la sensación de que el país entra en un año decisivo, resulta especialmente instructivo. Sin contar el interés como viajero, naturalmente; porque La Habana es ciudad que siempre merece la pena y de la que jamás acabas de hartarte. Pese a todo…

El taxista que me conduce desde una oficina del centro hasta el Habana Libre –un hotel que necesita urgentes replanteamientos y que desmiente sus cinco estrellas—me pregunta si ya he estado en Cuba otras veces. Le digo que sí, y que incluso, en una de estas ocasiones, pude estar en un encuentro con Fidel, que hasta dio señales de querer dar una cabezada durante la entrevista, con seis personas. Muy interesado, inquiere:

-¿Y ha notado usted cambios desde la última vez que vino?

Tengo que responder que no. No he notado cambio alguno, excepto en la paciencia y resignación con que los cubanos aguardan un cambio que saben inevitable y paulatino. Nada de agitaciones: la cosa irá poco a poco, y para ello primero tendrá que morir Castro. De quien apenas se dan noticias en el Granma o en la televisión, donde, la verdad, tampoco se aprecian muchos avances: ahí está el presidente accidental, el hermanísimo Raúl, con su uniforme militar dirigiendo un interminable discurso lleno de retórica a una Asamblea aplaudidora ante las cámaras sumisas.

Claro que también pudiera ser que los máximos organismos decisorios –todos acaban en Raúl Castro, claro—decidan el próximo 5 de marzo que Fidel deja de ser presidente ejecutivo, darle cualquier denominación honorífica y hacer que el poder real pase a otras manos, las de su hermano, y el poder del partido se reparta un poco más. Los cubanos no apuestan mucho por esta hipótesis, que haría que las cosas comiencen a moverse. Paquidérmicamente, pero moverse. Sin embargo, es la hipótesis por la que apuestan los observadores españoles, presuntamente con buenas fuentes en el gobierno cubano, y varios servicios de inteligencia occidentales.

En cuanto a los cambios por los que me interrogaba el taxista, la verdad es que en la fachada habanera se notan poco: las calles y las casas maravillosas prosiguen su deterioro irreversible. No hay obra pública desde 1959...ni dinero para pensar en ella. Y continúa esa injusta doble moral económica que consiste en tratar al turista de una manera, con el peso convertible, y al nacional de otra, con un peso cubano que le recluye en una condición de miserable orgullo. El cubano sigue sobreviviendo como puede a partir de unos salarios simplemente ridículos. Eso ha convertido a la mayoría en habilidosos mecánicos automovilísticos, eficaces carpinteros y fontaneros o taxistas alegales con sus viejísimos vehículos.

Y, así, uno de los deportes ciudadanos –de La Habana y de otras grandes ciudades cubanas, según me cuentan—consiste en esquilmar al turista, principal fuente de ingresos de la isla. Los precios son muy elevados, incluso en comparación con los europeos, el dólar sigue estando penalizado y el euro se cotiza a 1.3 con relación al famoso CUC, el peso convertible con el que inevitablemente han de funcionar los foráneos.

Claro que los cubanos, que están entre los pueblos latinoamericanos más preparados, van aprendiendo a organizar los réditos de la gallina de los huevos de oro. No es que las empresas turísticas del país hayan suprimido las molestas colas a la llegada al aeropuerto, ni que las infraestructuras, incluyendo las de capital español,  hayan experimentado mejoras sustanciales. Pero, al menos, los ‘tours’ por el país han adquirido una cierta racionalidad y comodidad, eso sí, a un coste ‘occidental’. Lo que queda en buena parte paliado por la alegría que se vive constantemente en las calles empobrecidas, la música siempre presente en los cafés, y la sensación de hallarse en un país seguro.

Y las bellezas naturales de una isla afortunada. Al margen de las playas paradisíacas, primer objetivo de unos potenciales inversores inmobiliarios que aguardan su oportunidad –ojalá que Cuba sepa preservar su costa, como no hemos sabido hacerlo los españoles, ni han sabido los mexicanos--, está el interior bellísimo. Dése usted una vuelta por Pinar del Río, a no muchos kilómetros por carretera de La Habana –aunque a una distancia temporal desesperante, en parte por unos severos límites de velocidad--, para convencerse de que está ante una ordenación que le retrotrae a used, para lo malo y también para lo bueno, a los años cincuenta españoles.

Viajar por el interior de Cuba es instructivo, relajante y, naturalmente, algo descorazonador: la distancia entre el todopoderoso turista y el ciudadano de a pie es abismal. Pero no la distancia cultural, al menos por lo que respecta a los españoles, que seguimos siendo una referencia inevitable. Y un objeto de deseo: los cambios –no definitivamente tramitados en las Cortes en Madrid—en la legislación sobre nacionalidad pueden hacer que hasta tres millones de cubanos, hijos y nietos de inmigrantes españoles –cinco millones—puedan aspirar a obtener la nacionalidad. Y convertirse, por tanto, en españoles de derecho. Y entrar, por tanto, en España.

Son números que parece que no se han barajado con suficiente atención desde el gobierno de Zapatero, pero que constituyen una fuente de intranquilidad para los diplomáticos españoles en La Habana.

Por lo demás, la impresión existente es que, excepto en ciertas zonas playeras –comenzando por las playas del Este, a treinta kilómetros de la capital--, el degradante turismo sexual decae y aumenta un turismo ecológico y cultural. Porque en La Habana sigue habiendo no pocas oportunidades culturales. Tuve la oportunidad de asistir a una sesión del ballet nacional –Romero y Julieta—en el magnífico Teatro Nacional y comprobé que el equipo de la veteranísima, octogenaria, Alicia Alonso sigue funcionando a plena satisfacción. Los atletas se preparan para revalidar triunfos en los Juegos Olímpicos de Pekín. La industria editorial sigue incólume. Y la esperanza de vida de unos cubanos que, al fin y al cabo, siguen comiendo, aunque sin el menor lujo, es muy semejante a la española. No está mal, teniendo en cuenta los estragos que causa la ley Helms-Burton.

La represión no se nota al primer toque. Claro que no puedes comprar el periódico que quisieras, que Internet es cosa de pocos, que la televisión oficial sigue siendo, como la radio, estomagante –y no hay otras--, que la disidencia es reprimida, que no se puede salir de la isla así como así, que no hay libertad de creación de empresas, que los presos políticos son demasiado numerosos. Pero la tónica es la resignación porque todos saben que las cosas van a cambiar. Que tienen que cambiar y que puede que lo hagan a partir de las elecciones de febrero y de la ya mencionada posterior reunión de la asamblea nacional del 5 de marzo. Allí, es posible –probable, según medios españoles informados—que Fidel no se reelegido como presidente con plenos poderes. Entonces, puede que la isla empiece, lentamente, a abrirse a la democracia, a nuevos inversores, a nuevas posibilidades. El futuro comienza en 2008.

Pero, mientras, el turista encuentra, como he dicho, no pocos alicientes en la naturaleza y hasta en la gastronomía. En La Habana, que nunca ha sido un paraíso gastronómico, han surgido nuevos restaurantes estatales –como El Templete, o el Molino Rojo—comparables a los mejores españoles. Y ‘paladares’ privados muy encomiables, como El Guajirito. Usted no los encontrará en las guías habituales, pero cualquier taxista, por seis pesos CUC, le llevará a ellos.

Por muchas razones, una visita a Cuba, esta irrepetible Cuba que dentro de poco ya no será la misma, merece la pena. Pese a todo.

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