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Vaya por Dios, se nos ha muerto Leopoldo

Vaya por Dios, se nos ha muerto Leopoldo

sábado 03 de mayo de 2008, 18:19h
Vaya por Dios, se nos ha muerto inesperadamente Leopoldo Calvo-Sotelo, tan sano como parecía a sus apenas 82. Me dan la noticia y apenas me lo creo, porque no hace muchos días hablé con él, recabando su opinión para un libro que tengo entre manos; su opinión era, claro está, imprescindible para cualquiera que ande escribiendo sobre el pasado inmediato, porque el pasado inmediato eran él y unos pocos más que sobreviven a esa memoria histórica de la transición, de la que aún seguimos hablando y en la que puede que aún sigamos enredados. 

Como me ocurre a mí mismo, los periodistas de mi generación somos un poco hijos de Leopoldo Calvo-Sotelo, aunque estoy seguro de que a él no le gustaría que se dijese una cosa así, tan entrañable. No era este ex presidente del gobierno, algo hierático, bastante cáustico, muy culto, con un sentido del humor pleno de retrancas lucenses, persona muy de formar grupos ni de crear escuelas. El era él y, como mucho, sus circunstancias. Gente de orden y, sin embargo, algo valleinclanesco, aunque sin barbas luengas y con una apariencia lo más convencional posible. Un día, que yo asistía a la presentación de uno de sus libros de memorias,  le dije que lo admiraba por haber tenido el valor de llevar a cabo el juicio contra los golpistas del 23-f. Me miró como si le hubiese alabado por haber bajado del monte Sinaí con las tablas de la ley: creo que me agradeció el elogio –sincero--, pero que antes le hubiesen desollado vivo que demostrarlo. Las alharacas no iban con él. No es que fuese antipático, que algo de eso sí había:  es que era leopoldiano, especial, distante hasta que le llegabas al cuerpo a cuerpo, y entonces te sorprendía con la coña marinera de Ribadeo, o de donde en ese momento le viniese en gana. 

Me parece que fue un presidente atípico por varias razones: no llegó a la cúspide a los cuarenta años, como su antecesor Suárez y sus sucesores Felipe González, Aznar y Zapatero; tenía un bagaje cultural y político más amplio que los demás presidentes del gobierno de la democracia, pero le faltaban el populismo, la sonrisa –sí, por lo visto Aznar también sonreía a veces--  y la cercanía de los otros. Pilotaba el barco erróneo, que era la UCD, que hacía agua por babor, estribor, popa y proa; los otros tenían acorazados. Decía que tocaba el piano y que entendía el alemán, cosa inaudita en el club que forman (formaban) los ‘cinco’ que han pasado por el despacho principal de La Moncloa hasta el momento. Metió en la cárcel a Tejero –lo que no era empresa baladí en el momento en el que se hizo, aunque algunos hubiésemos preferido que el juicio de Campamento tuviese más inculpados— y, con la misma falta de alharacas, metió a España en la OTAN. Si le dejan, nos mete también en la Comunidad Europea. Pero esa era misión posteriormente reservada a Felipe González. 

La transición política de la dictadura, en la que estuvo colateralmente, a la democracia, en la que se insertó plenamente, se hizo con gentes como Leopoldo. Y la transición no fue mala cosa. Lo que ocurre es que, contra lo que inicialmente parecía, Leopoldo no se daba demasiada importancia y, si se la daba, era en sentido equivocado. Fue capaz de sobrevivir con alegría al hecho de que nadie le recordase cuando se recitaba la lista de los jefes de gobierno de la democracia: fue el que menos tiempo estuvo en el cargo, pero en ese año hizo muchas cosas. Incluso convocar, por puro sentido de la lealtad a la democracia, unas elecciones que sabía que iba a perder.

Juro que a mí sí me ocurrió lo que otros cuentan y no estoy seguro de que les sucediese: un día, viniendo Calvo-Sotelo por un pasillo, le guardé abierta la puerta del ascensor en el que ambos debíamos bajar, en el Congreso de los Diputados.

-Veo que estás un poco cojo--, le dije, advirtiendo que renqueaba algo.

Me escrutó como un entomólogo a un insecto, y me sentí aún más bajito.

-No estoy un poco cojo –me dijo secamente—soy un poco cojo.

Y me despreció desde la inmensidad de los cielos. Nunca dos pisos de ascensor duraron tanto tiempo.

Así era: leopoldiano o calvosotelesco. Con él hemos perdido un buen pedazo de nosotros mismos. Era aquella otra clase política, y califíquela usted como quiera. Nos ha dejado anécdotas gloriosas –impagable la de la caja fuerte de Presidencia, en la que, al llegar a La Moncloa, le ofrecieron la llave para que conociese los misterios de los servicios secretos legados por Suárez, que consistían…en la combinación de la caja fuerte--, piezas maestras de ironía, memorias de lo cotidiano. Y el testimonio de esa generación que dio mucho, muchísimo, para que los españoles hoy seamos lo que somos. Lean su biografía larguísima, plena de servicios y de acontecimientos, y opinen ustedes mismos. La Historia, con mayúscula, tiene que incorporar desde hoy una nueva página, llena hasta los bordes con el nombre de Leopoldo Calvo-Sotelo y Bustelo. O sea, que no se ha ido –cómo se iba a ir--,  porque ahí se queda, para que sigamos tratando de averiguarlo.
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