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Modas infames Zonas peatonales

lunes 14 de febrero de 2011, 11:01h
Una de las decisiones municipales  que  más  han  caracterizado la urbanización  de  la mayoría de nuestros pueblos y ciudades  en los últimos  lustros  ha sido, sin duda, la progresiva  conquista  por parte del peatón  de   calles, plazas, espacios  y  zonas de  su exclusivo  esparcimiento. En todos estos sitios, en principio, y teóricamente, no podrían  circular    camiones y furgonetas  de reparto, ni  vehículos   privados en la mayor parte del día  -salvo  los  residentes, claro está-, ni bicicletas, ni  monopatines, patinetes, etc.

Pero una cosa  es el sueño y otra la realidad; una, la teoría y otra bien distinta, la práctica. Cada día,  la experiencia de cualquiera  de  los ciudadanos  que, haciendo  cívico  caso de las recomendaciones  del consistorio en pleno  -sea de izquierdas o de derechas, eso  no altera  las cosas-, decide dejar el coche  en casa y   combinar el transporte público y el paseo para  llegar al trabajo o hacer las compras  del fin de semana, suele  pagarlo  muy caro.  El  panorama   que se  le  presenta  cotidianamente  es bien distinto  al que había  imaginado.

Efectivamente, es  más que frecuente -diría, incluso, seguro-   que  al  iniciar un  tranquilo  paseo    por  cualquiera de estas zonas  de  predominante uso  del peatón, en 10  ó 15 minutos    uno  sea adelantado simultáneamente  por  dos patinadores, uno por la derecha y otro por la izquierda,  que, como  avezados  atletas, calculan  la trayectoria, la velocidad  y hasta  las intenciones del viandante  para  pasarle  silbando   por cada  oído  a menos de 10  centímetros.  Su reacción más habitual  suele ser la de quedarse  petrificado,  respirar  hondo, elevar los ojos al cielo, componer  la figura  de  la mejor  manera posible y dar gracias a Dios  por haber  salvado su   vida y permitirle  disfrutar   del resto del paseo. Pero nada de eso: apenas repuesto del primer  embate,  varias bicicletas, casi a  esos 40 kilómetros hora,   velocidad máxima permitida para circular  por  las avenidas  de la   ciudad,  se  pueden  cruzar   por delante de su cara, sin apenas  dejar  ya un  último  resquicio  a su  bucólica intención de disfrutar   de las iniciativas  municipales.

Es también probable  que,  si  el ciudadano anda  algo distraído, en  ese breve trayecto  esté a punto de   darse  varias veces con  alguno de esos  bolardos  que  están,  también teóricamente, destinados a  dificultar   o impedir  que    los vehículos  pasen  o aparquen en determinadas zonas. A veces, incluso, lo consiguen, pero  eso no libra al ciudadano de  múltiples  golpes  que, como mínimo,   lo llenan  de  contusiones  en las piernas o, incluso, en  casos más contundentes,  consiguen     dar con él en tierra, medio mareado   y que algún otro  ciudadano  acuda  a asistirlo  al tiempo  que  moviliza  otros servicios municipales -policía, servicios de urgencia sanitaria…-  para  atender al  bienintencionado  vecino  que, tras experiencias tan frustrantes, probablemente se dirija a la  iglesia más cercana a pedir   a su santo  más eficaz  que, cuanto antes, cambien  las  ordenanzas municipales  para volver donde solíamos, es decir, a  que   coches, motos, furgonetas, bicicletas y patines, puedan ir por la calzada, y   que  los peatones   vuelvan a ser dueños y señores de la acera.

Porque, la pregunta que todos nos hacemos  es muy simple: ¿para qué  proponer, discutir, consensuar y, finalmente, promulgar  ordenanzas  si luego no  se ponen los medios para cumplirlas o,  en el peor de los casos, ni siquiera hay  intenciones de llevarlas a la práctica?

Ahora es  su turno, señor alcalde…
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