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Renacimiento de un mortal

miércoles 16 de septiembre de 2020, 15:13h
No soy de hablar estas cosas en público, pero me ha convencido el personal sanitario: dicen que es importante para todos los que están en el proceso saber que es muy duro, que hay que aguantar con entereza y que hay luz al final.

Durante los últimos seis meses he estado siendo tratado contra un cáncer, un linfoma en Fase IV con un tumoraco de diez centímetros en el pulmón y metástasis en las costillas: T4-N3-M1. Desde el primer momento mi planteamiento fue Prepárate para lo peor y espera lo mejor y, lo cierto, es que estaba seguro de que no lo contaba.

Ha sido un semestre muy duro, nunca creí que la quimioterapia fuera a ser tan terrible. Cada tres semanas me sometía a un ciclo en el que me inoculaban litros de medicamentos entre ellos el veneno pavoroso de la quimio que debía matar al cáncer. Pero veneno es veneno y el resto de mi cuerpo se resentía enormemente: los efectos secundarios han sido muchos, diversos, dolorosos y humillantes.

Durante este tiempo, sin defensas, debilitado, casi sin poder escribir o leer porque el malestar era tan incapacitante como continuo y no me permitía ni ver un telediario completo, mucho menos leer o escribir con cierta coherencia, he estado prácticamente aislado de cualquier otro ser humano. No solo por la Covid; especialmente por mi sistema inmunitario deprimido, por la incompatibilidad de la quimio con la radiación solar y por el riesgo de contraer cualquier tipo de infección que habría acabado con mis escasísimas defensas.

Durante estos meses, pues, sobre todo me he encontrado muy mal catorce de cada grupo de veintiún días: sufría unas arcadas muy dolorosas que atacaban en series de ocho o diez consecutivas que se me clavaban en el esternón y en la base del estómago; estaba mareado permanentemente casi sin poder levantarme de la cama en días por las pérdidas de equilibrio y el temor a alguna caída complicada, los dedos de las manos sufrían -aún lo sufren- un hormigueo permanente que me impide la precisión del tecleo o la sujeción con firmeza de la pluma. Hablar por teléfono era imposible más allá de los treinta o cuarenta segundos porque inevitablemente acababa vomitando. Y los dolores de cabeza continuos, no muy fuertes para mí que soy migrañoso, pero igualmente incapacitantes.

He padecido otros efectos secundarios más humillantes que casi me da vergüenza contar aquí, pero debo hacerlo para que el propósito del artículo se cumpla. Muchas veces los ataques de tos precedían a los vómitos y corría al baño, pero entonces, al vomitar, las cosas salían por otro lado, tan sorpresiva como inexplicablemente. Soy práctico y actuó con el cerebro, pero dan ganas de llorar el ver hasta qué punto esta enfermedad se lleva el decoro y la dignidad que damos por supuestos.

Ataques de diarrea que duraban 48 horas, una diarrea negra y terrible, que duele por dentro de los intestinos y quema al ser expulsada; 48 horas de veinte, o veinticinco sesiones que me hacían sentir sucio y despreciable, una piltrafa humana en el más puro sentido de la palabra piltrafa, que perdía su centro, su control, su respetabilidad.

Algunos amigos me daban ánimos diciéndome que libraba una batalla dura y que mi buena actitud era mi mejor arma. Yo siempre contesté lo mismo: la batalla la libra el médico y si elige bien sus armas -la quimio, la frecuencia, las dosis-, derrotará al cáncer. Yo solo pongo el campo de batalla, mi cuerpo. Y como todo campo de batalla, he quedado estragado tras los bombardeos, la artillería y la infantería en forma de más de quince pastillas diarias.

Soy duro y frío, es verdad, y he aguantado bien psicológica y físicamente todo esto que me ha caído encima -más aún: solo cuando me confirmaron oficialmente que el tumor y las metástasis habían desaparecido, acepté que no me moría; hasta ese instante mi planteamiento secreto fue que iba a morir y tomé las precauciones necesarias-, pero el desgaste físico del veneno curativo es inevitable: no tengo fuerzas ni para mover una silla, yo que siempre he sido energético y resistente.

Una travesía compleja, cambiante, creciente y en espiral de la que no se sale ni con lágrimas ni con autocompasión: hay que hacer caso al médico y al personal sanitario, no perder la calma ni desesperar y renunciar a todo lo que hay que renunciar, compañía, malos pensamientos y victimismo.

No hay que provocar la pena por nosotros en los que están cerca; hay que huir de la autocompasión como de la peste y, yo por lo menos lo he hecho, minimizar el asunto hasta donde sea posible. De hecho, muchos de mis amigos se estarán enterando ahora y por estas líneas de mi cáncer: no he querido dar lástima ni preocupar a nadie innecesariamente ni sentirme víctima ni pedir compasión. Es, ha sido, una circunstancia más de mi vida y, afortunadamente, no va a ser la última.

Escribo esta columna para todos los enfermos de cáncer y sus familias, con sentimiento y amor y con una exigencia: obedeced al médico, sed fuertes mentalmente y no os achantéis por nadie. Es una enfermedad que puede tocarle a cualquiera, una enfermedad terrible de la que algunos vendedores de telebasura hacen uso para subir sus audiencias, miserables bien pagados, a los que no os conviene escuchar porque el tránsito de la quimio no es un camino de rosas, al contrario, es un pedregal duro, punzante, ignominioso muchas veces, y del que a veces se sale.

Confiad en el médico, en el personal sanitario y en la capacidad regeneradora de vuestro cuerpo. Mentalmente, sed fuertes y no os dejéis llevar por la melancolía y la debilidad: nadie más que vosotros sabe cuánto podéis aguantar y nadie más que vosotros va a saber jamás lo duro que es.

Falta otro artículo sobre nuestro magnífico sistema sanitario y lo que ha hecho por mí.
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