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Federico Jiménez Losantos, ‘impresentable 2008’: un retrato personal.

Un látigo que cree tener siempre la razón

Un látigo que cree tener siempre la razón

domingo 28 de diciembre de 2008, 12:21h
Como todos nos conocemos en este oficio, creo que puedo decir que conozco a Federico. Desde hace años, aunque, lógicamente, nuestro trato ahora sea inexistente. Lo aprecié en tiempos. No sé si la disparidad de creencias separa a la gente; me parece que no. Lo que de veras separa a los hombres es el talante, el sentido del humor y del amor. Jiménez Losantos es persona de talento, pero en algún momento se le disparó el muelle de la soberbia y empezó a estar seguro de tener toda la razón, en todo, todo el tiempo. Y, en paralelo, comenzó a despreciar a cuantos no pensasen como él y como sus amigos. O como sus grandes mentores, Esperanza Aguirre y el cardenal-oficiante Rouco Varela, por este orden. No deja títere con cabeza en sus casi siempre injustos y desaforados comentarios matutinos, y él cree que a eso se le llama independencia. Y no: a quien suscribe le parece arbitrariedad.

Sus enemigos lo son siempre, sin fisuras, como el malo de la película, y sus amigos, como el héroe en el far west: siempre son buenos, sin resquicios ni dudas. Sus campañas son de tozudez turolense, y presume, quizá con algo de fundamento, de haber descabalgado a un director de ABC gracias a sus desmedidos ataques, en los que, como siempre, utilizó para sus vendettas personales la potencia de los micrófonos episcopales (bueno, también los utiliza para hacer promoción de sus empresas). Sabe que, en el mundo de los poderosos –y de los que no lo son tanto—nadie le quiere, así que ha decidido preferir que le teman, pero no ha logrado su otro gran objetivo: destruir al alcalde de Madrid, con quien va perdiendo por goleada. Lo que dice, que viene a ser siempre lo mismo –la información es algo que él desdeña, pese a protagonizar un sedicente programa informativo--, es tan, tan ajeno a cualquier realidad y a las más mínimas nociones de tolerancia y moderación que, claro, escucharle resulta mucho más divertido que conectar con Francino en la SER, lo que tampoco es decir mucho. Sí, es divertido, aunque ni es constructivo ni es la realidad: de creerle, parecería que los tanques se han instalado cada mañana en las calles. Y luego resulta que las panaderías están abiertas, el metro funciona y la gente va a sus ocupaciones con el periódico (gratuíto) bajo el brazo. O sea: normalidad, que es lo que gusta tan poco a los partidarios del ‘cuanto peor, mejor’.



Es, en fin, un fundamentalista del ataque contra todo lo que se mueve, siempre y cuando quien se mueva no sea una lideresa que conocemos o el ya mentado cardenal-oficiante y su adjunto y secretario general. O su colega y patrón, el director del periódico que da albergue a sus columnas –mucho menos interesantes que sus soflamas radiofónicas demagógicas y de sal gorda--, y con quien, de todas formas, a veces discute un poco en las tertulias; mucho menos, desde luego, que con otro director de periódico madrileño, en teoría afín, pero que ya se ve que no, porque no le da en todo la Razón y porque, a veces, se atreve a defender a Mariano. Y eso, defender a Mariano, sí que no se tolera en los pagos federiquenses, que ya se sabe que sus tiros van por otros lados.

A mí, personalmente, reconozco que me hace gracia (le oigo bastantes mañanas). Aunque maldita la gracia que me hace cuando, como ciudadano y como español, caigo en la cuenta de lo mucho que sus simplezas contribuyen a horadar el sistema entre quienes –y son muchos y de buena fe, aceptémoslo—se tragan sus soflamas como dogmas de fe. Están en su derecho, como yo a discrepar de ellos. Y también reconozco sus méritos, los de Federico, a la hora de la denuncia de corrupciones inaceptables; ocurre que, al decir las cosas con la falta de mesura y de espíritu dialogante con que lo hace, pierde su fuerza denunciante. Algunos, incluso, quisieran ser fustigados por él para adquirir mayor prestigio: nada viste tanto hoy en día como tener la enemiga de Losantos (no, a nosotros tiene por norma ni mentarnos, así que hace tiempo que hemos abandonado toda esperanza, con minúscula), porque ya casi nunca tiene razón en lo que dice y sus ataques son tomados como elogios por sus presuntas víctimas. En suma, que su estrella va declinando.

Confío en que este premio que le damos se lo tome como una inocentada y con un sentido del humor que me parece que ya ha perdido del todo. Una modesta inocentada que le gastan mil seiscientos veintinueve lectores. Animo, que el año que viene aún puede repetir, si los obispos le dejan mantenerse en su púlpito. Feliz 2009, de corazón.
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