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Centrales termoeléctricas, política energética y calentamiento global

Centrales termoeléctricas, política energética y calentamiento global

domingo 04 de enero de 2009, 03:32h
Entre el 2005 y el 2008 se aprobó la construcción de diez nuevas centrales termoeléctricas que ya funcionan o funcionarán a carbón o pet coke y que sumarán 4.103 MW al sistema eléctrico nacional. Paralelamente, siguen tramitándose en el Sistema de Evaluación Ambiental otros siete proyectos de centrales carboníferas que buscan agregar otros 5.502,5 MW al SIC y al SING.

Para muchos esto puede resultar ser una buena noticia, pues ello nos permitiría no depender del gas argentino ni de otras fuentes energéticas. Sin embargo, un razonamiento de ese tipo olvida que el carbón, aunque más barato, es traído de otros países y por cierto no considera que el sector energético es el mayor emisor de gases de efecto invernadero, principal responsable del cambio climático, y que el carbón es el combustible fósil más contaminante.

Tampoco parece haberse tomado en cuenta los efectos contaminantes que estas centrales probadamente generan en su entorno y que afectan la salud y la calidad de vida de personas y comunidades. Ahí tenemos a la vista las movilizaciones de los pobladores de Coronel, que ante instalación de la segunda central de Endesa en la zona, se movilizaron hasta lograr un acuerdo de erradicación que los aleje de ellas, pese al argumento -cada vez menos convincente- de contar con las tecnologías de última generación para reducir las emisiones y el material particulado.

Sin duda seguiremos viendo movilizaciones rechazando estas centrales, en Penco, Constitución, La Higuera y otros puntos del país, no porque los ciudadanos no entiendan la necesidad energética del país, ni porque sean medioambientalistas radicales, sino simplemente porque su localización casi siempre afecta la vida, el trabajo o la salud de las personas. Además, debido al uso de un bien público como el agua de mar para enfriar el proceso, el borde costero, el turismo y la actividad pesquera artesanal también se han visto fuertemente afectados.

Sin ir más lejos quienes vieron la última temporada del programa “La Tierra en que vivimos” pudieron ver los efectos que en el litoral norte y central del país, especialmente, provoca la presencia de esta actividad industrial. Eso considerando sólo al carbón en general, sin entrar a revisar los aspectos más negativos aún que se derivan del uso del pet coke, esa suerte de pasta base de los combustibles fósiles, cuyo uso sólo hace algunos años se autorizó en Chile.

Un ejemplo de esto lo evidencia un estudio realizado por la Cepal y la Secretaría de Medio Ambiente mexicana, que midió las externalidades generadas por 13 centrales termoeléctricas. Dicho estudió estimó los costos externos derivados de la operación de esas plantas, para el año 2000 y únicamente para el factor salud, en 465 millones de dólares, equivalentes al 0,1% del PIB y al 4% del gasto en Salud de México para ese mismo año.

Pocos sabrán o recordarán que, por lo mismo, el 2001 se consideró incluir, en el proyecto de ley que proponía un conjunto de medidas para financiar el Plan Auge, la idea de crear un impuesto específico al carbón y al pet coke a partir del año 2004. El lobby de las generadoras, con el apoyo de sus aliados en el gobierno de entonces, más el fantasma del alza de las tarifas, permitió que esta iniciativa no prosperara.

Ciertamente la ausencia de una política nacional energética clara, ha derivado en la elaboración o dictación de normas más favorables a las empresas generadoras o distribuidoras que a visiones estratégicas consensuadas de la sociedad. En lugar de generar incentivos reales y no sólo formales y mínimos al desarrollo de energías renovables que en Chile están a la vista, se ha optado por ceder a presiones empresariales nacionales y extranjeras que favorezcan la generación eléctrica basada en el carbón o para instalar temas que ni siquiera estaban en el debate público, como el potencial uso de la energía nuclear.

De hecho, pese a que desde el propio Ejecutivo se ha anunciado la mala nueva de que se espera un aumento de las emisiones, desde 30 a 70 millones de toneladas, por el aumento en el uso del carbón, no existe normativa alguna que regule de manera específica el impacto que producen las termoeléctricas, lo que muestra como en esta materia la carreta siempre va delante de los bueyes.

En todo caso, lo más grave no es que se quiera satisfacer las necesidades de grandes consumidores de energía como la industria minera -la misma que se resiste a pagar un royalty verdadero- mientras se insta a los ciudadanos a ahorrar electricidad, sino que además ni siquiera se consideren criterios ya aplicados en otros países donde el incentivo para las empresas es generar ahorro y no ampliar la oferta ilimitadamente.

Por otro lado, y eso es lo grave en el caso de nuestro país, parece que debido al hábito nacional de ver los problemas mundiales de todo tipo como ajenos a nuestra realidad, pocos se muestran enterados del consenso científico mundial que busca evitar que la temperatura media del planeta suba dos grados centígrados, para no sufrir las previsibles consecuencias del cambio climático, y a lo que por cierto el uso de carbón no ayuda.

Algunos de estos efectos ya son visibles en nuestro territorio: en marzo de 1998, la plataforma de Wilkins, en la Antártica, tuvo un desprendimiento de 1.100 kilómetros cuadrados, una superficie equivalente a la que ocupa la ciudad de Valdivia. En febrero de este año hubo, en la misma zona, un desprendimiento de una plataforma de hielo de unos 570 kilómetros cuadrados.

Esto se estaría produciendo por la variación en la temperatura. La viabilidad de una plataforma de hielo se produce con una temperatura media anual de hielo menor a -9 ºC. Sin embargo, la Península Antártica ha experimentado un aumento anual de 2,5ºC en los últimos cincuenta años. Es decir casi siete veces más que el promedio global del planeta, equivalente a 0,74ºC en los últimos 100 años, de acuerdo al Cuarto Informe del Panel Intergubernamental de la ONU.

Entonces, sin ánimo de ser el aguafiestas de aquellos que consideran el aumento explosivo de las centrales termoeléctricas una buena noticia, creo que no sólo no tenemos una política energética clara y de largo plazo, que vaya más allá de los intereses y costos coyunturales de las generadoras y de los grandes consumidores, sino que además estamos alterando quizás irreversiblemente nuestro medio ambiente, especialmente costero, estamos afectando el derecho de los ciudadanos a opinar y tener injerencia en una decisión que les afecta y, sobre todo, estamos contribuyendo peligrosamente a incrementar las condiciones del cambio climático, que cuenta entre sus víctimas predilectas al territorio antártico del que tanto nos ufanamos y del que, casi con toda seguridad, dependerá parte importante de la sobrevivencia futura de nuestro país y del planeta.

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Alejandro Navarro
Senador
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