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Vida y muerte de Jorge Díaz

Vida y muerte de Jorge Díaz

lunes 09 de abril de 2007, 01:55h
Sin vacilaciones,  el nombre de Jorge Díaz es el del más importante autor del teatro chileno en el siglo XX. Escribió un centenar de obras en todos los géneros: comedias desatadas, dramas contenidos, teatro infantil, piezas en la onda del absurdo pero también realistas y fantasiosas y casi crónicas sobre grandes personajes literarios como Pablo Neruda o históricos como Manuel Rodríguez.

Le caracterizaba un humor ácido, sarcástico, esperpéntico, jugaba con el lenguaje, cultivaba la paradoja, la burla, la desmitificación, los hoyos negros de la existencia cotidiana. Su creatividad parecía inalcanzable, siempre estaba escribiendo una nueva pieza o inventando diálogos punzantes o creando alguna fábula infantil.

Estudió Arquitectura en la Universidad Católica de Santiago y ejerció esa profesión antes de descubrir que lo suyo era la dramaturgia. Sus primeros pasos fueron en el Teatro de Ensayo de la Universidad Católica, al que abandonó cuando apareció entre los fundadores del teatro Ictus, que reunió a jóvenes teatristas que tenían la intención de traer a la escena chilena las grandes inquietudes contemporáneas. Debutó allí con “Un hombre llamado isla” en 1960, una obra en torno a la incomunicación y la angustia. Luego entusiasmó a los críticos y a la nueva generación con “El cepillo de dientes”, que entonces fue considerada de vanguardia y tributaria a la estética del absurdo de Ionesco. En esa tendencia se consagró con “Introducción al elefante y otras zoologías”, “El velero en la botella” y “Topografía de un desnudo”.

Al comienzo Díaz era un autor invisible para los espectadores. Asistía al estreno de sus obras desde la última fila de la platea, no subía al escenario a recibir los aplausos y no aceptaba entrevistas. En 1964 sufrió una crisis emocional y decidió trasladarse a vivir a Madrid, sin intención de retornar a Chile. En la capital española vivió en un departamento cerca de la Plaza Mayor, decidido a subsistir de sus escritos. Organizó metódicamente su existencia, estableció contacto epistolar con algunos elencos teatrales de casi todo el país y sus textos fueron aceptados en muchos lugares. Quería desprenderse del rótulo de autor del teatro del absurdo e incursionó en el realismo, en el teatro poético, cómico o vodevilesco. En todas esas expresiones su sello fue inconfundible. Obtuvo importantes distinciones españolas: el Premio Palencia de Teatro y el Premio Antonio Buero Vallejo, de Guadalajara, entre otros. Ganó concursos y su nombre se hizo familiar en importantes y también en modestas carteleras.

En 1994 decidió regresar a Chile tras obtener, un año antes, el Premio Nacional de Arte. Mantuvo una estrecha relación con los conjuntos de la nueva generación, entregó una docena de obras recientes y se reestrenaron las anteriores de mayor renombre. No descuidó sus contactos con el medio teatral de su autoexilio español, tanto así que pasaba en Madrid algunos meses todos los años. Decía que era autor de una cantidad de obras mayores que los conjuntos que podrían representarlas. A veces se convertía él mismo en actor de diálogos y escenas de gran ingenio. Demostraba, además, que era un intérprete de gran presencia, aunque nunca quiso asumir algún rol en su repertorio de mayor envergadura.

Los clientes del Café Tavelli de Providencia, en Santiago, le encontraban diariamente en alguna mesa revisando sus textos o escribiendo otros. Era un solitario en su vida íntima, pero un hombre de puertas abiertas en público. Establecía una fraternal relación con autores, directores, actores, escenógrafos. Decía con modestia y sarcasmo: “En lo más oscuro de mis tripas sé que escondo una perla auténtica. Escribo/defeco para encontrarla algún día. Mientras tanto mi escritura es sólo un retorcijón de barriga”.

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Luis Alberto Mansilla es periodista.
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