Mis aspiraciones no son desmesuradas: no deseo que México se vuelva una potencia mundial —sobre todo si eso significa que deba comenzar a gastar miles de millones en compras de armamento tal y como ya lo hace ahora Brasil, algo que no se entiende porque, digo ¿contra quién van a guerrear los alegres brasileños?— pero me gustaría, de ser posible, que las calles tuvieran menos baches y que la basura fuera efectivamente separada para reciclarse como Dios manda y que los policías municipales —y los estatales y los federales—fueran personas comunes y corrientes, esto es, que no sólo tuvieran un coeficiente intelectual normalito sino que controlaran su habitual bestialidad.
O sea, que me conformo con que don Gobierno se las apañe para brindarme dos o tres servicios adecuados y sanseacabó: digamos, calles transitables, seguridad y buena educación para la raza porque, como bien dice don Fernando Savater, “un pueblo sin educación es un pueblo ingobernable”, una aseveración que debiera figurar en el escudo nacional, en los muros de la Cámara Bajísima, en las poltronas del Senado y en todas las propagandas oficiales.
Por lo demás, me da igual que la electricidad me la vendan mercaderes venidos de otras latitudes y que el petróleo del subsuelo lo extraigan capitalistas autóctonos dispuestos a arriesgar sus capitales en vez de que sea yo, con los magros impuestos que logro apoquinar, quien subsidie la incompetencia de un Estado metido a empresario.
Bueno, pues estas ambiciones tan pedestres no parecen encajar en el ideario político nacional porque, señoras y señores, cada vez que hablamos de asuntos tan corrientes como los kilovatios y el octanaje de las gasolinas nos recetan tremebundos palabros: “soberanía nacional”, “patrimonio de todos los mexicanos”, etcétera. Y yo me pregunto: ¿cómo fue que nos enredaron la cabecita para que no sepamos siquiera distinguir entre lo que nos beneficia y lo que nos jode?
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Opinión extraida del Periódico Milenio 20/10/2009
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