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Oscar Romero: Asesinato en la catedral

Oscar Romero: Asesinato en la catedral

domingo 08 de noviembre de 2009, 09:44h

El 24 de marzo de 1980 era asesinado en una pequeña iglesia, cerca de su catedral, mientras pronunciaba una homilía, monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador. Pocas horas antes había dicho: “A mí pueden matarme. Pero a la justicia ya no se la puede matar”. Era su última homilía, y en ella acusaba al Gobierno y al Ejército salvadoreños, y al de los Estados Unidos, de ser los causantes de la represión que padecían los pobres y la Iglesia comprometida (curas y catequistas) de la región. Resultó profético. El actual Gobierno de El Salvador acaba de asumir por primera vez la responsabilidad del Estado en el asesinato del arzobispo de la capital del país, en marzo próximo hará 30 años. El Gobierno salvadoreño va a bautizar una plaza con el nombre de monseñor Romero y realizarán algo que debería avergonzar a quien, desde la Iglesia de Roma, aún no ha hecho: un vídeo para rescatar el legado moral y espiritual de este arzobispo asesinado por llevar hasta el final su coherencia con el Evangelio de Jesús.

El presidente Mauricio Funes, que ganó hace un año las elecciones como candidato del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), ha hecho justicia a todo el pueblo salvadoreño y a la iglesia de los pobres, reconociendo este crimen de estado ejecutado contra este profeta al que no quiso canonizar el Papa que antes prefirió acabar con los teólogos de la liberación, incluidos otros mártires como Ignacio Ellacuría, sus compañeros jesuitas y sus humildes ayudantes. Ellos morirían también años después, en su propia casa, a manos del Ejército salvadoreño. Wojtyla canonizó a José María Escriba (que cambió su apellido por Escrivá, para no crear malentendidos), pero jamás quiso elevar a los altares al obispo más humilde y más valiente de América Latina.

Oscar Romero fue uno de los mayores defensores de los derechos humanos en el turbulento continente latinoamericano. Como lo ha sido otro obispo, éste español, que ha pasado más de 30 años entre los campesinos del Matto Grosso, una de las zonas más deprimidas (y oprimidas) del Brasil: Pedro Casaldáliga, al que el Papa polaco destituyó de su sede antes de cumplir los 75 años, poniendo en su lugar a un prelado que no le produjera problema alguno. Amenazado de muerte por la oligarquía brasileña y humillado por las jerarquías vaticanas, Casaldáliga es otro profeta de los que llevan la muerte puesta. “Tú has hecho tuyos cada vez más los problemas y los combates de los campesinos y trabajadores con los que una minoría, aferrada a la riqueza y al poder, no quiere compartir en la igualdad”, escribieron a monseñor Romero los 115 obispos latinoamericanos participantes en la Conferencia de Puebla, a primeros de 1979. Esta Conferencia constituyó uno de los hitos que más claramente consolidaron la necesidad de lo que, desde años atrás, se conocería por Teología de la Liberación en América Latina.

Durante meses, el arzobispo de San Salvador había denunciado incansablemente las maniobras represivas y la dictadura insoportable del general Romero, que sería por cierto derrocado en un golpe de estado, ¡militar también por supuesto! Los delitos del arzobispo eran “muy claros”: “Algunos me han tratado de comunista, hoy otros me consideran como un traidor”. Romero era más bien un obispo conservador cuando llegó a la capital. Pocos días después de tomar posesión la oligarquía salvadoreña le ofreció una casa adornada con mármol en uno de los barrios más elitistas, y un Cadillac. Y Romero dijo “no”. En efecto: para unos y otros sólo podía ser un “comunista” o un “traidor”. La cosa empezaba mal para el pobre (pobre entre los pobres) arzobispo.

Pocos días antes del crimen, el arzobispo había escrito una carta al entonces Presidente de los Estados Unidos de América, Jimmy Carter, que el propio Romero leería  en su catedral. En la misiva, el arzobispo denunciaba la injerencia de los Estados Unidos en la dictadura salvadoreña. ¡Qué casualidad! Menos de diez días después, caería asesinado de un tiro en el corazón en una pequeña iglesia, cercana a la catedral. A Romero le habían acosado desde fuera y desde dentro. Desde dentro de la Iglesia, se entiende. Una Iglesia a la que a partir del final de la década de los 70 le repugnaba cada vez más la “revolución” interna que impulsó el Concilio Vaticano II, donde se consagró el diálogo con los comunistas, con los ateos, con los no creyentes, y el compromiso con los más pobres de la tierra, que hasta entonces habían basado sus creencias en la “resignación cristiana”.

La Teología de la Liberación, nacida a raíz del Concilio, quiso ser fiel a estos principios. La Iglesia que “renovó” (?) el Papa Juan Pablo II hizo lo imposible por acabar con ellos. Hombres como Romero, Casaldáliga, Boff, Küng, y muchos más, entre ellos unos cuantos teólogos españoles (como Jon Sobrino, Benjamín Forcano, Juan José Tamayo, Juan Ignacio González Faus o José María Castillo) han sido humillados, el primero de los citados asesinado físicamente y los otros moralmente asesinados: destituidos de sus cátedras, prohibidas sus conferencias, dimitidos de sus parroquias, alejados de sus gentes. En América Latina (y por extensión en todo el planeta católico) coexisten desde la década de los 70 dos iglesias: una, conservadora, amiga de nunciaturas, diplomacias, abalorios, ejército, poder, capital y patronos; y otra identificada con el pueblo, con la pobre gente sin tierras, sin trabajo, sin dignidad, sin seguros de nada, sin esperanza y sin sonrisas. Por este pueblo han muerto ya muchos, y otros tantos viven amenazados por su opción por ellos. No consta, todavía, que haya existido ningún mártir por los otros.  Es una tremenda paradoja que un Gobierno laico como el de El Salvador haya sido más justo que el propio Vaticano con un obispo asesinado por defender a los más oprimidos.
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