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Acabar con la xenofobia

miércoles 06 de enero de 2010, 02:39h

El sábado pasado, mi amigo Carlos Puig propuso una lista de dudas rumbo al 2010. Las primeras las dedicó al festejo del Bicentenario. Puig se preguntaba cómo festejaremos los mexicanos nuestro doble aniversario. Alertaba, entre líneas, sobre el resurgimiento de tres grandes mitos nuestros, fantasmas muy mexicanos: la falacia de nuestra excepcionalidad (“como México no hay dos”), nuestro romance sin matices con nuestros héroes y, más peligroso que ningún otro, esa xenofobia que tantísimo daño ha hecho al desarrollo de México.

En efecto, el aniversario del principio de la Independencia y la Revolución servirá de poco si no aprovechamos la fecha para reflexionar sobre el proyecto de nación que México necesita. Los ciclos no son insignificantes. Y México llega al 2010 con una auténtica urgencia de reinventarse. No hay que darle muchas vueltas: el que cumplirá 200 años no es el país admirado e innovador que llegó a ser en otros tiempos. México es visto, hoy, con extrañeza. Basta leer los envíos que los corresponsales internacionales redactan desde nuestro país. Hay, en ellos, una de dos: perplejidad ante nuestra particularísima idiosincrasia política y social o temor por los años de sangre por los que atravesamos. Punto. Y no los culpo. ¿Qué se puede decir, después de todo, de un país obsesionado con “consensuar”, donde la decisión democrática de la mayoría equivale a mayoriteo, el legislativo paraliza antes que legislar, el Ejecutivo prefiere la lealtad balbuceante antes que la capacidad y hay un gobierno legítimo que dinamita mucho más de lo que compite? No mucho.

Si me preguntaran, uno de los primeros asuntos que México debe enfrentar con urgencia es la xenofobia a la que refería Puig. Sí, es cierto: tratar de erradicar nuestro acendrado resentimiento frente al extranjero podría equivaler a liberar a un psicótico de su esquizofrenia, pero la misión tendría réditos mucho menos abstractos. La desconfianza que persiste al extraño —al “güero”, al “gringo”, al “gachupín”— asoma la cabeza a la menor provocación. El vergonzoso caso de Juan Camilo Mouriño es evidencia más que suficiente: un linchamiento genealógico puro y llano. Mientras tanto, como bien sabemos, Venezuela, China y Brasil siguen avanzando de la mano de “rapaces extranjeros”.

Pero erradicar la xenofobia no será cosa fácil. Sobre todo, porque como cualquier dogma, el prejuicio resulta impermeable a la evidencia. Basta un ejemplo. Si alguna lección nos dejó a todos el 2009 es a qué grado dependemos del buen rumbo de la economía estadunidense. La caída del consumo en Estados Unidos golpeó el avance macroeconómico de México y, más importante aún, trastornó la vida de millones de mexicanos que han apostado por décadas al ir y venir en la frontera. Los números rojos de la economía mexicana pueden tener muchas explicaciones, pero ninguna más clara que la recesión estadunidense. De ese tamaño es nuestra dependencia. Si los estadunidenses están bien, nosotros estamos bien. Esa es la verdad y no hay vuelta de hoja. Insistir en lo contrario es neurótico. Actuar en consecuencia de lo contrario es incomprensible.

Uno pensaría que el annus horribilis que acaba de terminar habría sido suficiente como para reconciliar a los mexicanos con nuestra cercanía con Estados Unidos. Pero parece que ha ocurrido lo contrario. La noticia de que, ante la creciente amenaza terrorista, Washington ha enviado agentes para asistir en los filtros de seguridad aeroportuaria desató, en varios sitios de internet, la más feroz de las reacciones. “Esta noticia, es verdaderamente alarmante. Ahora el control de los EUA hacia nuestro país es descarado. ¿Dónde están nuestras autoridades? ¿Nuestra soberanía?”, se preguntaba Celso Escobar. “¡¡¡Arriba la independencia... pisoteada una vez mas porlos gueros, soberania… bah!!!”, sentenciaba alguien bajo el seudónimo de Daggecito en otro lugar. La ignorancia parece casi paródica. Nadie les ha explicado a estos y otros xenófobos lo que ocurriría si un ataque terrorista se originara en la frontera entre México y Estados Unidos. El México del Bicentenario no tiene tiempo ya para estas sandeces. Ni el mundo ni la historia esperan a los tercos.

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Opinión extraída del Periódico Milenio 05/01/10

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