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Las contradicciones del placer

Las contradicciones del placer

lunes 25 de enero de 2010, 04:32h

Franco Gamboa Rocabado, sociólogo político, miembro de Yale World Fellows, [email protected]

Nuestra época puede describirse como un desenfreno donde el individualismo se apodera de todos los instintos. Dar rienda suelta a cualquier apetito, sobre todo resaltando el placer y los instintos de dominación, constituye una especie de fuerza sobrenatural que muchos no pueden resistir.

Múltiples situaciones empiezan a cambiar, no en términos de una sociedad más justa y libre – en el sentido de una comunidad política con derechos que se desarrollan junto a las responsabilidades de individuos comprometidos con la colectividad – sino como una explosión particularista que favorece las pulsiones más profundas pues se considera fundamental vivir el presente, antes que esperar un futuro incierto ligado a una ética de sacrificios.

En el siglo XXI, el presente es entendido como la necesidad de sobrevivir, de conseguir el sustento de cada día, de avanzar bajo la sombra del dolor diario y reconocer que existe una sola vida, posible de ser vivida, siempre y cuando se haga todo lo posible para alcanzar algunos objetivos individualistas. Así se destaca la libre expresión del yo, que de manera general puede ser definido como la consciencia de cualquier individuo sobre su propia identidad. Por lo tanto, es más importante la satisfacción del placer personal, antes que las responsabilidades con la sociedad y la construcción de un conjunto de libertades políticas.

La fuerza del yo irrumpe hoy como un huracán, afectando a todas las clases sociales y culturas. La propaganda y las tendencias del consumo de masas transmiten constantemente, de manera especial en el ámbito de las grandes metrópolis, la obsesión de lograr el placer a toda costa, ya sea por medio de la posesión de mercancías o a través del dominio sobre la sexualidad de otras personas. Aprovechar la ocasión, siempre implica dejar a un lado los prejuicios morales y lanzarse en picada hacia la obtención del máximo placer deseable. Esta ola de impulsos destruye, sin embargo, la poca solidaridad que subsiste a duras penas en la postmodernidad del presente.

No es raro verificar que la cantidad de consumo de drogas blandas y duras no se haya reducido en los últimos veinte años. El alcohol, la diversidad de barbitúricos, estimulantes, diversos tipos de efedrina y publicidad sexual, prácticamente redujeron el periodo de tránsito de la pubertad hacia la juventud y la adultez. Todos quieren ser mayores de edad cuanto antes, primero para justificar el uso pleno en el ejercicio de la sexualidad y el placer, y luego para tentar al riesgo involucrándose en cualquier actividad donde destaquen el dinero fácil y el gran salto al éxito inmediato.

La contradicción principal de este tropel del yo y sus deseos de placer, radica en el aumento de la inseguridad en todo tipo de actividades. Epidemias como el Sida, la proliferación vertiginosa de enfermedades de transmisión sexual en los jóvenes de secundaria en todo el hemisferio occidental, hacen ver que la sagita del yo conduce simultáneamente a procesos mucho más rápidos de autodestrucción. El aumento de alcoholismo en las universidades, señala, asimismo, que el yo se impone por encima de los niveles de educación o la instrucción mínima en ciertos códigos morales.

El yo alimentado del presente ilimitado que impone “vivir el momento”, encuentra también una contradicción social profunda. Como todo es posible con tal de aprovechar la “oportunidad”, es muy fácil desembocar en sistemas políticos en los cuales la corrupción es imposible de ser combatida. Es más, pueden surgir circunstancias que hagan ver a cualquier corrupto como un héroe astuto con un lugar privilegiado en el mundo.

Al margen de la discusión sobre el conflicto entre las ideologías de izquierda y derecha, lo que debe preocupar es cómo las estructuras del yo en el siglo XXI transmiten la idea que uno tiene de sí mismo, completamente “separado de los demás y del mundo externo”. Una fuerza fija capaz de llegar a justificar el imperio del placer como algo primordial, hasta cometer el exceso más extremo. En este caso, el límite a la libertad del placer es el crimen, aunque la contradicción principal tropiece con la propia autodestrucción.

 

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