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¿Queremos a nuestros soldados?

lunes 13 de septiembre de 2010, 06:36h

Hace algunos años, me tocó presenciar un gran alboroto en el aeropuerto de Dallas-Fort Worth: unos jóvenes militares, recién desembarcados de Iraq, eran aclamados por la gente mientras recorrían los pasillos hacia la salida. El suceso me conmovió pero, más que nada, me hizo reflexionar sobre la naturaleza de nuestros vecinos: he aquí, me dije, a un pueblo que aprecia y reconoce a sus soldados; no los mira como un cuerpo ajeno sino que los siente parte entrañable de una sociedad donde, hay que decirlo también, la guerra es un elemento inseparable de la cotidiano.

Esa guerra de Bush —lanzada contra un país que no poseía armas de destrucción masiva ni había tenido prácticamente nada que ver con los infames atentados del 11-S— es algo cercano a los ciudadanos por más que haya sido decidida torpe y deshonestamente por un presidente aturdido. En este sentido, hay una abismal distancia entre el estadounidense patriota y el ciudadano europeo que, desde un principio, no solamente siente una absoluta indiferencia por el tema sino que rechaza tajantemente cualquier participación de sus militares en las fuerzas de la Coalición. Tony Blair se enteró de ello demasiado tarde.

Y, sí, la guerra de Iraq es la guerra de todos los estadounidenses —o de una mayoría lo suficientemente grande como para que los viajeros ovacionen espontáneamente en un aeropuerto a sus combatientes— y es, de la misma manera, un asunto donde se juega la seguridad nacional, ni más ni menos. La postura del ciudadano de a pie es tal vez acrítica y poco enterada —sabemos que el Gobierno conservador de Bush mintió descaradamente para poder comenzar la ofensiva, que se sirvió de la amenaza terrorista para recortar las libertades y los derechos, que exageró grandemente los peligros que corría la nación norteamericana y que hay otros intereses en juego (esto último, en lo personal, no me queda muy claro porque todo el petróleo que pueda guardar el subsuelo de Iraq nunca servirá ni para pagar una fracción de la colosal factura que ha significado la aventura bélica y, además, la instauración, así sea por la fuerza, de un régimen democrático en lo que fue la antigua Mesopotamia —fin último de la operación— no me parece tampoco un propósito demasiado perverso sino, al contrario —y en mi ingenuidad—, una esplendorosa afirmación de los valores de la civilización)— pero, a la vez, ese posible candor de una población que se lanza al supermercado a comprar agua y víveres por poco que le agites el espantajo de un atentado “bacteriológico” le permite brindar, a sus héroes y sus guerreros, un reconocimiento que consolida fuertemente la identidad de una gran nación.

Todo esto viene al caso porque, luego de escribir un artículo sobre los militares mexicanos, un amigo me llamó para hacerme ver que en su ciudad, en ese Norte nuestro azotado por la delincuencia organizada, el Ejército es el único cuerpo que puede, a estas alturas, garantizar un mínimo de seguridad pública: “Hay municipios aquí donde no hay ni un solo policía, Román”, me dijo. “Y esta gente del Ejército, estos soldados y estos oficiales, se están partiendo la madre por nosotros. Son los únicos en hacerlo. Pero no les brindamos ningún reconocimiento y basta con que ocurra algún incidente desafortunado para que todo mundo se les eche encima. A ellos también los matan y ni siquiera dan los nombres para que los narcos no vayan luego a masacrar a la familia como ocurrió en Tabasco con la de ese marino. Están un mes en un lado y luego los mandan a otro punto de la República; de esa manera no los pueden identificar ni comprar. Hay algunos elementos malos como en todas partes pero la gran mayoría no son corruptos ni trabajan para el hampa. Aquí, la policía está completamente podrida. El Ejército no”.

A ese Ejército, me pregunto, ¿por qué no le brindamos el reconocimiento que merece y por qué le pegamos, de manera automática, la etiqueta del represor de 1968 siendo, encima, que ni siquiera tenemos claro su papel en la masacre de Tlatelolco (leer a Luis González de Alba, por favor, que estuvo allí en primera línea)? A ese Ejército, cuyas filas están integradas por mujeres y hombres del pueblo mexicano ¿no lo podemos hacer parte de nosotros mismos?

Yo, por lo pronto, voy a cuidar mucho mis palabras cuando vuelva a hablar de nuestros soldados.

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Opinión extraída del Periódico Milenio 12/09/10

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