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Ambiciones de la soberanía

Ambiciones de la soberanía

martes 19 de abril de 2011, 03:40h
La democracia tiene una particular expresión en el concepto de soberanía. Ésta concentra las disputas en torno al uso del poder, reflejando asimismo las profundas contradicciones sobre cómo tomar las decisiones de una manera democrática, sin afectar a las fuentes últimas de la soberanía. En Rousseau, y el conjunto de los teóricos contractualistas, la sociedad tiende a corromper la bondad natural del hombre, razón por la que existe necesidad de un “pacto”; sin embargo, todo pacto es, en gran medida, un acuerdo contrahecho e imperfecto porque en la sociedad predomina la desigualdad entre pobres y ricos. El pacto o contrato social se firma desde una posición de fuerza a cambio de obtener la paz, fruto de las luchas generadas por la desigualdad entre los seres humanos. La situación previa al pacto es el estado de guerra. La llegada de normas preserva y aumenta la propiedad, aunque el resultado inmediato es el mantenimiento de la desigualdad. El contrato social constituiría una especie de estafa precedida por la amenaza de una guerra. Los hombres pactan para evitar destruirse por completo, a pesar de seguir sufriendo al no poder contrarrestar las grandes desigualdades y las tendencias a la esclavitud que imperan en la naturaleza humana. La paz de aquellos que tienen propiedad y se diferencian de los pobres, muestra la legitimación de un conjunto de usurpaciones anteriores. Una de las soluciones para evitar la red de injusticias, descansa en la invención de la soberanía que termina convirtiéndose en el manantial donde yace el poder (por encima de pobres y ricos) y representa el fin de toda oligarquía en la sociedad. El contrato social nace como una necesidad pero también como subyugación. De la desigualdad se pasa a una alternativa: la soberanía que reside en el pueblo. Para los contractualistas, la esencia del Estado está en el acuerdo y mutua interrelación entre la obediencia y la libertad. El efecto directo es la soberanía que nace como el ejercicio de la voluntad general. La soberanía es la fuente del poder, no puede ser enajenada y se alimenta del reconocimiento de las libertades individuales. “El hombre nace libre, afirma Rousseau, y sin embargo vive en todas partes como esclavo, incluso aquel que se considera amo”. El más fuerte nunca es constantemente amo y señor, si no transforma su fuerza en derecho y la obediencia en deber. La fuerza no hace al derecho porque estamos obligados a obedecer solamente a los poderes legítimos, es decir, a la ley que se levanta como institución suprema para evitar todo tipo de arbitrariedades. La dominación arbitraria siempre será fútil y contradictoria, terminando por sucumbir; por lo tanto, no es posible esperar ningún tipo de obediencia sin límites y tampoco es aceptable ninguna autoridad absolutista. Los individuos son depositarios de sus libertades y aceptan pactar para fundar un Estado. Contra todo tipo de tiranía y dominación al margen del derecho y la justicia, nace la soberanía que se transforma en la voluntad general. Ésta es la suprema dirección donde cada individuo pone en el pacto su persona y su poder. Si la soberanía es el ejercicio de la voluntad general, entonces cualquier sistema democrático nunca podría separarse de las tensiones generadas por una soberanía popular que es inalienable y donde el poder puede ser delegado y transmitido a un conjunto de representantes, pero nunca la voluntad del pueblo soberano. Aquí, el poder no permanece como un monopolio de la representación – sea de los partidos o de algunas instituciones democráticas – porque es mucho más determinante la fuerza de la soberanía que radica en la voluntad general. Ésta sólo se representa a sí misma y, por lo tanto, es el núcleo de visiones opuestas y múltiples contradicciones de la democracia.  
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