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100 metros lisos

100 metros lisos

jueves 07 de julio de 2011, 00:14h
Aunque parezca sorprendente, es posible que uno de los lugares más solitarios que pueda encontrarse alguien en su vida esté situado en las inmediaciones de los centros de las ciudades. Y no es ninguna tontería. Ese lugar es una minúscula parte de un recinto amplio, y se trata exactamente de una calle recta y estrecha por cuyo suelo, de color gris oscuro o rojo inglés, solo pasa una persona cada cierto tiempo. Muy poca gente se atreve a frecuentarla con una absoluta tranquilidad de espíritu porque, en opinión de algunos, antes de entrar en ella la angustia se apodera de quienes la tienen delante. Quizás por eso, se cuenta que quienes son escogidos para cruzarla lo hacen todo lo deprisa que se puede, en poco más de 10 segundos. También se sostiene, y está probado, que esa pequeña ruta inocula también un adictivo veneno del que resulta difícil librarse. Es una calleja completamente horizontal, mide cien metros exactos, ni un centímetro más, y está delimitada en sus bordes por dos líneas blancas, a izquierda y a derecha, que la separan de otras seis o siete calles idénticas en anchura y longitud, y paralelas. Posiblemente es uno de los lugares más inquietantes del mundo y pudo verse recientemente, el domingo para más señas, en la portada de El País, adornando un reportaje sobre Rubalcaba, ese ministro que tiempo atrás la recorrió en unas cuantas ocasiones. La fotografía reproducía, ligeramente desenfocada a propósito para resaltar la figura humana, la recta de los 100 metros lisos de las pistas de atletismo del INEF, en Madrid. Para cruzar deprisa senderos tan rojizos como este hacen falta, primero, un periodo previo de preparación cuyas rutinas merece la pena contemplar con detenimiento, y, luego, una mezcolanza equilibrada de abstracción, capacidad de reacción, explosividad, velocidad y flexibilidad. Y sangre fría. Mucha más de lo que a simple vista parece. Las teorías existentes sobre esta prueba otorgan prevalencia a algunos de los elementos aquí citados y a otros varios pero, curiosamente, no parece que presten mucha atención a este aditamento. Sin embargo, y pese a que las apariencias resulten engañosas, es éste el requisito más elemental que debe atesorar un velocista porque, existiendo solo dos formas de afrontar esta prueba (corriendo contra uno mismo o contra los demás), lo necesita para  resolver el dilema que se le plantea cada vez que se sitúa en los tacos de salida. En esa disyuntiva, y no en la gloria del triunfo o en la pesadumbre de la derrota, radica el verdadero atractivo que tiene esta calle solitaria. No hay otro. O se atraviesa bufando, en silencio y en la soledad más absoluta, esperando tan solo la sonrisa o la contrariedad del crono; o se franquea observando lo que sucede en las calles próximas, aún a sabiendas de que la más leve mirada no conduce sino a una pérdida de tiempo, posiblemente innecesaria. Todos, aficionados o no al atletismo, saben de sobra quiénes luchan contra el tiempo y quiénes contra los demás. Antonio Álamo. Periodista.
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