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Siempre nos quedará Calderón

Siempre nos quedará Calderón

sábado 09 de julio de 2011, 11:17h
Parece que está en la cultura latina, puede que en la mediterránea por definir un territorio más vasto. Sin embargo, yo creo que reside en la capacidad de cada uno de dominar el sentimentalismo. Hasta hace poco estaba mal visto y había que evitar hacerlo como norma general. Me refiero a llorar en público, un mal uso social. “No se llora”, nos decían nuestros mayores. También el chivato estaba mal visto y era recriminado por sus compañeros, hermanos, padres y profesores: la del chivato es la peor condición social entre nosotros y es inaceptable a cualquier edad y en cualquier situación. Hoy la condición de paria del chivato se mantiene y prácticamente todos corregimos a nuestros hijos cuando se chivan. Desafortunadamente, ya no advertimos con idéntica firmeza sobre la importancia de no llorar en público. No se trata de que haya que avergonzarse de un sentimiento, pedir eso sería cruel. Se trata simplemente de entender que entre el sentimiento y el sentimentalismo hay un trecho tan grande como el que puede ir del conocimiento al prejuicio. O el más manido de la sensibilidad a la sensiblería. Estamos diseñados con sentimiento y con razón. Tomamos decisiones con la cabeza pero también con el corazón. Y con el estómago. Y con el hígado. Algunos hasta con los pies. Son maneras de nuestra complejidad. No niego, pues, los sentimientos. Más aún, creo que hay que entrenarlos, fortalecerlos y utilizarlos aunque solo fuera porque forman una parte importante de nuestro mecanismo de defensa y cuánto más sepamos acerca de ellos y su funcionamiento, mejor podremos defendernos en la vida. Ejemplo, la violencia machista  -si fuera de género sería violencia humana, de la humanidad- en la que un [mal] sentimiento indómito acaba desangrando nuestra sociedad. Cuánto mejor no sería una EGB para dominar nuestros sentimientos. René Descartes solía decir que No hay alma, por innoble que sea, que se muestre incapaz de someter sus sentidos al más riguroso control. En estos días, con tantos cambios locales y autonómicos, estamos viendo a muchos políticos quedarse sin curro. Los más afortunados de entre los loosers, van a la oposición y cambian de poltrona. Otros caen directamente en el paro. Muchos de los salientes han sido homenajeados o entrevistados en público acerca de su nueva condición de perdedor.  No sé tú, pero yo lo que más he visto son llorones. Consejeros, alcaldes, concejales con mando en plaza y cualquier mediopensionista de la sinecura saliente, en cuanto les ha tocado hablar ante la cámara o en el atril del homenaje, zas, a llorar. Y la mayoría ni siquiera disimula, llora ¿con orgullo? --Es que se emocionan, hombre, hay que entenderlo. Vale –que no vale- que se emocionen, pero de ahí a que nos rieguen con sus lágrimas… Somos un país de llorones.  Los primeros versos del Mio Cid, 1207, nos muestran al invicto matamoros llorando a lo bestia: “De los sus ojos tan fuerte mientre llorando,/ tornaba la cabeza e estabalos catando;/ vio puertas abiertas e uzos sin cañados,/ alcandaras vazias sin pieles e sin mantos/  y sin falcones y sin adçores mudados./ Suspiro mio Çid, ca mucho habia grandes cuidados”.  Claro que algunas tiradas de versos después este primer llorón estafa a unos pobres viejos. Lágrimas de cocodrilo, me parece a mí. Nada que ver con la imagen del cobardica por excelencia en nuestra pequeña mitología: Boabdil, al que su madre, la sultana Aixa, le puso en su sitio: No llores como una mujer lo que no defendiste como un hombre. Basta una frase para pasar a la historia, y qué frase. Afortunadamente, en algún lugar debe haber esperanza porque también tenemos héroes que, sin necesidad de soltar el moco, optaron por la palabra y su razonamiento. Ahí está Segismundo, que ni cuando le devuelven a la torre y le encadenan, habiendo probado el lujo y el poder político por un día, nos regala una honda reflexión y no le vemos mocoso: “Es verdad; pues reprimamos/ esta fiera condición,/ esta furia, esta ambición,/ por si alguna vez soñamos./ Y sí haremos, pues estamos/ en mundo tan singular,/ que el vivir sólo es soñar;/ y la experiencia me enseña,/ que el hombre que vive, sueña/ lo que es, hasta despertar”. Digamos con Segismundo ¿Qué es la vida? Un frenesí./ ¿Qué es la vida? Una ilusión,/ una sombra, una ficción. Pero no lloremos más, por favor. Calderón nuestro que estás en los cielos…
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