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Así me lo aprendí yo

Así me lo aprendí yo

sábado 23 de julio de 2011, 10:13h
Busca y rebusca, jefe Jaúregui, en la foto de familia del nuevo Gobierno, visiona una y otra vez las imágenes del mudo del Consejo de Ministros. Da igual que lo hagas una y otra vez porque no lo vas a encontrar: no hay un solo ministro descorbatado. Desde luego no lo está Miguel Sebastián que luce en todas las imágenes y planos que tomaron los compañeros gráficos en la mañana del viernes una veraniega corbata clara a rayas (bastante estilosa, por cierto). Luego no ha hecho falta que el titular de Industria, Comercio y Turismo vaya a visitar al emperador  Akihito del Japón (como especulaba el presidente del Congreso)  para abrocharse el primer botón de la camisa y hacerse la lazada al cuello. José Bono (que mantiene vieja polémica con el ministro por este asunto) y el diputado vasco Juan Ramón Beloqui (quien le interpeló sobre el particular el miércoles), entre otros, deben estar preguntándose por qué razón el ministro que lidera su peculiar Liga de los sin corbata ha decidido que a los Consejos de Ministros se acude encorbatado pero al Pleno del Congreso se asiste con el cuello de la camisa abierto. Es como si la rebeldía y el espíritu transgresor que parece haber heredado Miguel Sebastián del inolvidable Miguelito (el líder de los párvulos que formaban en el cole la Liga de los sin bata) del humorista gráfico Carles Romeu se parara justo al pie de la escalinata que da acceso al edificio principal del Palacio de la Moncloa. Y ya sé yo, jefe Jaúregui, (ahórrate la riña, por favor) que con casi cinco millones de parados, los mercados desbocados hoy no y mañana sí, y con medio país pidiendo elecciones ya es casi una frivolidad dedicarle un tiempo a esta bronca menor de la corbata. Pero se me ocurre que lo que no es menor es la influencia de los personalismos en la política que sufrimos. José Bono no es un presidente del Congreso a lo  Gregorio Peces-Barba, que nos llenó la Cámara de maceros y signos de boato variados en cualquier acto que se terciara. Pero quiere imponer su peculiar interpretación del decoro parlamentario y además que se note, porque para eso el és y no otro quien está él sentado den el más alto de los sillones del hemiciclo. (No olvidemos tampoco las muchas manías de Manuel Marín cuando presidía la institución). Bono es genio y figura y quiere que se note allá por donde vaya. E igual le da interrumpir la imparcialidad debida en un presidente durante el trámite de preguntas parlamentarias con tal de hacerse notar. Se debía haber limitado a dar palabras y controlar tiempos como es reglamentario. Que luego hubiera habido oportunidad de charlar aparte con el ministro lo que hiciera falta. Pero tampoco es que Sebastián vaya de timidillo precisamente. Esto de no llevar corbata cree el que le da imagen. Y más si provoca polémica, lo que obliga a los medios a repetir su nombre y dar cierta publicidad a un ministro sin apenas proyección popular y bastante de capa caída desde el ridículo cosechado como candidato socialista por Madrid en las elecciones municipales de hace cinco años. Por eso el ministro en vez de intentar convencer mediante el diálogo a los responsables del Congreso de que suban la temperatura en la Cámara para ahorrar energía prefiere la bronca parlamentaria, llamando al orden a la Mesa utilizando una respuesta parlamentaria que no iba por esos cauces. Y mientras tanto el país está sin una conciencia real, fruto de una eficaz promoción pública, de la necesidad del ahorro energético. Mira, jefe Jaúregui, que quieres que te diga, tu y yo vamos al Congreso con corbata, y hay hasta quien duda que no me haga yo la lazada hasta en el pijama. Y eso que disfruté como un enano con las tiras de Romeu y las fechorías de Miguelito. Pero creo que aunque para prestigiar las instituciones  lo fundamental son los comportamientos honestos también hay que respetar algunas formas, mantener un cierto decoro y respetar algún protocolo, aunque no esté necesariamente escrito. Que así me lo aprendí yo. Por ejemplo de un tal André Kirk Agassian,  el gran Andrea Agassi ganador, mucho antes que nuestro Rafa Nadal,  de cuatro Grand Slam. Sus pintas, pelo aleonado y hasta sucio, cadenas de todo tipo al cuello y hasta crucifijos colgando a manera de pendientes le convirtieron en el tenista más estrafalario del circuito internacional a finales de los años ochenta y principios de los noventa. Hasta que llegó al torneo de Wimbledon para ganarlo en 1992. El “pintas” de toda la vida estaba hecho un pincel cuando salió por primera vez a la pista central, todo vestidito de blanco, casi peinado y sin accesorios. Y, ¿qué quieres que te diga?, a mí el alfombrado hemiciclo del Palacio del Congreso me produce mucho más respeto que la yerba de Wimbledon… - Lea también: La foto del Gobierno... más corto  
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