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Carta abierta a la diferencia

Carta abierta a la diferencia

miércoles 03 de agosto de 2011, 13:00h
La recurrencia a la falacia en cada oportunidad que se escucha un discurso oficialista provoca la duda: entrar en el debate suponiéndole honestidad intelectual, o considerarlo una pérdida de tiempo entendiendo al aparato argumental de Carta Abierta sólo como una coartada destinada a dar lustre académico al latrocinio reiterado y la proliferación de farsas. Pero todos tienen derecho a ser “a priori” considerados honestos y eso obliga al debate, aún a riesgo de ingenuidad, porque no hacerlo se acercaría a la soberbia y al riesgo de ser injustos. La reflexión viene a cuento del edificio conceptual con que se reitera la visión de la “política” como actividad virtuosa, monopolizada por el kirchnerismo, frente al “vaciamiento de la política”, concentrada demoníacamente en la oposición y específicamente en el Pro, sus candidatos y votantes. Nada más aparece en el medio, con un desprecio olímpico de todas las posiciones diferentes que recorren los matices y colores del arco de pensamiento vigente en la sociedad. Quienes contamos con varias décadas escuchando argumentos no podemos evitar recordar un mecanismo epistemológico similar, aunque más sólido, de los antiguos militantes de la vieja “Fede”, para quienes el mundo se dividía claramente en dos, y sólo en dos: los comunistas, por un lado frente a quienes “tenían un quilombo en la cabeza”, por el otro. La primera observación que se impone es la persistencia, en el análisis de Carta  Abierta, de la visión nacional como marco excluyentemente valioso  de interpretación de la realidad. Campea en sus reflexiones el presupuesto de que como la globalización –identificada con el “capitalismo”- es la causante de tanto daño, hay que decretarla inexistente. Por esta vía, se renuncia a interpretar correctamente el nuevo contexto de fuerzas productivas surgidas en las últimas tres décadas con la internacionalización tecnológica, comunicacional, financiera y productiva, e incluso los esporádicos avances de la globalización política que con esfuerzo logran las iniciativas más lúcidas del escenario global. Pero ocurre que este entramado global conforma un nuevo escalón de las fuerzas productivas, tan revolucionario e irreversible como fue en su momento el surgimiento de los estados nacionales y el capitalismo superador del mundo feudal. El cambio interno del capitalismo, relativamente independizado de sus Estados nacionales de origen y en consecuencia de su imbricación imperialista originaria es también ignorado, así como el surgimiento de PyMes y empresas globales de países en desarrollo. Hoy ese conglomerado no es la excepción, sino la regla. La producción, el consumo, la tecnología, las finanzas, el comercio… son globales. Los productos que marcan el rumbo y conforman la “punta de lanza” del consumo de masas en todo el mundo son paradigmáticamente globales en su diseño, fabricación y distribución: los celulares, el complejo informático y audio visual, la infraestructura y contenido de las comunicaciones, los mensajes culturales. Y detrás de ellos, el resto: los automóviles, el calzado deportivo, los medicamentos y tecnología médica, las nuevas tecnologías energéticas, la genética de producción y de consumo, la tecnología de alimentos, las tecnologías de transporte…y la acumulación financiera.  Pensar la realidad en término de las visiones políticas de mediados del siglo XX –olvidando que no existe más la URSS, ni los Partidos Comunistas, ni la insurgencia ni la contrainsurgencia,  ni los modelos nacionales autónomos, ni las economías planificadas con pretensión de éxito- no conduce a ninguna propuesta de cambio o de futuro. Y girar alrededor de la crítica panfletaria al “capitalismo” ignorando que no existe al momento en el mundo otro sistema de producción, intercambio y distribución, conduce a la impotencia en la acción política, al no poder “aterrizar” en ninguna propuesta realmente superadora de ese capitalismo que no es cuestionado ni siquiera por los fundamentalismos más extremos, como Al Qaeda, Hamas o Irán. O sea: la crítica en realidad no quiere decir nada. En efecto: limitar las tendencias  concentradoras y excluyentes del capitalismo o superexplotadoras del trabajo y los recursos naturales, no es ya –desde hace tiempo- una propuesta exclusiva y excluyente de la “izquierda”. Al contrario, justamente las iniciativas movilizadoras de movimientos sociales autogestionados atraviesan transversalmente los partidos y han llevado estos objetivos a todo el escenario haciendo que ya no definan diferencias. Al momento existe prevención sobre el calentamiento global en partidos de izquierda y de derecha, como existen en la izquierda y la derecha quienes cuestionan la existencia real de estos nuevos riesgos. Los problemas de la inseguridad forman parte de la agenda global de la izquierda y la derecha, de la misma manera que la necesidad de reformular los sistemas de retiros ante la desaparición inexorable de su fuente tradicional de financiamiento, que era el trabajo estable en los marcos de las economías nacionales autárquicas. Culturalmente, el mundo funciona como un gigantesco manantial interactivo en el que la novedad, en todo caso, es el protagonismo de las personas comunes, que han limitado por la base la capacidad de influencia de las grandes concentraciones comunicacionales del mundo de posguerra a través de las redes sociales. La capacidad de información está hoy al alcance de la mayor cantidad de personas que nunca en la historia humana, lo que en todo caso conduce a un nuevo diálogo entre la academia política y los ciudadanos, depositarios finales y exclusivos de la soberanía, estén o no “equivocados”. La diferencia entre la “izquierda” y la “derecha” ha sido superada por la creciente conciencia de las personas en su propia fuerza, descreyendo correlativamente de los relatos totalizadores, de “izquierda” y de “derecha”, que monopolizaron el debate durante el siglo XX, sin logros claros para el bienestar de las personas comunes. Esas personas comunes llegan a la historia con sus afectos, sus gustos, sus culturas, sus sueños, todos asentados en sus biografías. No fue un “neoliberal” sino un neomarxista, Ulrich Beck, quien justamente se atrevió a enunciar una de sus conclusiones más novedosas frente al cambio sustancial de la superestructura cultural: en el mundo actual, posmoderno y fragmentado, la contradicciones sistémicas tienden a tener soluciones biográficas. Es que son, justamente, las políticas de vida de cada uno, las que permiten a los seres humanos la infinita mixtura de sentidos diferentes, emancipándose de los contextos totalizadores y disciplinantes de las viejas visiones. Hoy es posible ser de izquierda y estar en contra del aborto, ser de derecha y estar con el matrimonio homosexual, y ser de izquierda o de derecha y apoyar puntualmente nacionalizaciones o privatizaciones, si se consideran el mejor mecanismo para proyectar los valores que cada uno siente como prioridad en su visión del mundo. La modernidad reflexiva es el mecanismo epistemológico más adecuado para encarar los problemas del nuevo mundo. Modernidad, en cuanto lucha secular permanente contra el oscurantismo. Reflexiva, en cuanto la infinidad de matices y consecuencias de cada paso obliga a pensar varias veces antes tomar una medida que, aunque racional, pueda afectar a las personas, a la casa común, a la diversidad biológica o a las generaciones que vienen. Y además, se impone la resignación al pensamiento débil, curiosamente también de fuentes marxistas-cristianas (Gianni Vattimo es su mentor) que es por definición sustancialmente más proficuo que la dureza de los “principios”, herencia del arcaico razonamiento escolástico trasladado al mundo laico de las ideologías y los partidos por la propia modernidad, y que con su intransigencia recíproca terminó llevando a la humanidad a las matanzas más atroces de su historia. La marcha del mundo de hoy exige humildad, respeto, dialogo. Propuesta, más que imposición. Escuchar, más que dictar cátedra. “Y” más que “o”. Nada está dicho para siempre, todo cambia día a día, y en última instancia esa misma variación aconseja la prudencia cuando se trata de imponer actitudes a los demás. La certeza en las construcciones ideológicas es reemplazada por la necesidad de resignar los grandes programas por la más humilde necesidad de enfrentar los problemas que hacen más peligrosa la vida. Es, se ha dicho, “el fin de lo obvio”. Ello puede asustar a quienes necesitan la seguridad de las viejas tolderías. Pero, a la vez, tiene una virtualidad muy potente: la posibilidad de “empezar de nuevo”. Permite que viejos rivales unan fuerzas para solucionar peligros comunes, como rusos y norteamericanos articulando medidas contra el terrorismo global, o chinos y norteamericanos construyendo la simbiosis que ha permitido a unos y otros el dinamismo económico y la revolución tecnológica de las últimas tres décadas. Hoy existen peligros desatados y globales, que es imperioso enfrentar: la superexplotación de los recursos naturales, cuyo agotamiento viene de la mano del desarrollo chino e indio; el libertinaje financiero que genera riqueza simbólica a un ritmo mucho más elevado que la riqueza real; los desplazamientos poblacionales, generando conmociones sociales, familiares e individuales que destrozan la vida de millones; el terrorismo internacional y las redes delictivas globales, que aprovechan los intersticios anómicos derivados de la ausencia de instituciones y de una política de alcance planetario.  Estos desafíos –y muchos otros- no alinean en sus respuestas a “izquierdas” frente a “derechas”, o a “progresistas” frente a “moderados”. Requieren todas las visiones articulando con inteligencia, con un cosmopolitismo consciente, las acciones posibles. Ese es el espacio de reflexión que nos ubicará, como argentinos, en el escenario regional y mundial permitiéndonos recuperar el respeto perdido. A él debiéramos aportar con un nuevo “ethos”, superando miradas arcaicas. En la base, la democracia, con todo lo que implica. A partir de allí, el futuro. Y quizás nos encontraríamos con la sorpresa de volver a descubrirnos en un pensamiento plural y original apoyado en los mejores debates de nuestra historia común.
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