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Un día que no cambió la historia

Un día que no cambió la historia

jueves 08 de septiembre de 2011, 01:40h
Los atentados incidieron en la interacción de EE. UU. con el mundo, sobre todo con el islámico. El 11-S no fue un evento singular. Aunque los ataques terroristas cobraron la vida de más de 2.700 personas, el mismo día en el mundo murieron 24.000 de hambre, mientras que en el año 2001 las muertes estadounidenses por accidentes de tránsito, suicidio y homicidio sumaron 90.000. Tampoco constituyó el único hecho trascendental ocurrido un 11 de septiembre. En 1973 Estados Unidos no fue víctima sino cómplice de un golpe de Estado en Chile, que engendró la dictadura de Augusto Pinochet y la muerte o desaparición de miles de chilenos. Pese a ello, incidió dramáticamente en la interacción estadounidense con el mundo, sobre todo el islámico. El “choque de civilizaciones” pronosticado por Samuel Huntington —en el fondo una defensa del liberalismo político y económico que “alertó” sobre la existencia peligrosa de “otros” no occidentales— se convirtió en “realidad”. En su nombre, el gobierno de George W. Bush asumió el liderazgo de la “guerra mundial antiterrorista”, que fue representada como una lucha “universal” entre el bien y el mal. Ésta tuvo múltiples repercusiones. Estados Unidos no sólo declaró dos guerras “de verdad” —pisoteando la normatividad internacional, en el caso de la de Irak— sino que la política exterior estadounidense comenzó a concebirse únicamente a través de la lente del terrorismo. Así, la estrategia de seguridad nacional del país creó un vínculo dudoso entre la amenaza terrorista y diversos fenómenos, como drogas ilícitas, tráfico de armas, pandillas juveniles, estados débiles, pobreza y comercio. No menos importante, la construcción del nuevo “enemigo” islámico —tan necesaria para la identidad nacional estadounidense— también repercutió en un esquema dicotómico de “nosotros” versus “ellos” que terminó por legitimar la discriminación y la xenofobia frente a los musulmanes, no sólo en Estados Unidos sino también en Europa. Entre los efectos de la cruzada antiterrorista, el fuerte antiamericanismo, sobre todo entre los aliados tradicionales en Europa, América Latina y Asia, fue tal vez lo que menos logró comprender la sociedad estadounidense. Al tiempo que “¿por qué nos odian tanto?” se convertía en pregunta recurrente, el sentido de derecho y de arrogancia que caracteriza su autoimagen —alimentado por discursos como el “destino manifiesto”— no permitió ver cómo una guerra “justa” pudo aislar tanto a Estados Unidos del resto del mundo. En América Latina, con excepción de unos pocos como Colombia, los intentos por “terrorizar” la agenda de seguridad hemisférica encontraron un rechazo unánime, socavaron la influencia estadounidense y distanciaron a Washington del resto de la región, sobre todo de Sudamérica. Más que un socio en el combate de los numerosos problemas compartidos que padece el hemisferio, Estados Unidos se convirtió en un factor central de división. Si bien la elección de Barack Obama marcó el desgaste de la “guerra contra el terror”, Estados Unidos aún está lejos de reflexionar sobre sus orígenes y sus costos, que trascienden el plano puramente material. En parte, el auge de la extrema derecha y su demonización de todo lo “diferente”, tanto dentro como fuera del país, es la negación de esa posibilidad. Tristemente, con una sociedad infectada por el miedo, la islamofobia en ascenso y un silencio incómodo sobre las “causas profundas” de fenómenos como el terrorismo islámico y la posible complicidad de Occidente en ellos, el 11-S será recordado como un día que no pudo cambiar la historia, al menos la de Estados Unidos.
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