Desde esta columna de opinión de
Diariocrítico hemos señalado con
ocasión de otras ediciones de la Cumbre Iberoamericana de Jefes de
Estado y de Gobierno la potencialidad para el futuro de este foro de
integración del mundo hispano-luso-americano, abogando por el refuerzo
de sus mecanismos y la ampliación de sus contenidos. También hemos
saludado los avances que, dos décadas después del primer encuentro de
Guadalajara en 1991, se habían logrado en sus distintos foros temáticos,
consiguiendo mantener el diálogo en medio de profundas divisiones
políticas entre algunos de sus miembros.
Además, en los
últimos años se había conseguido asegurar el funcionamiento regular de
la Comunidad de Naciones, más allá de la cita anual de los mandatarios,
con el establecimiento de una Secretaría General Permanente con sede en
Madrid, dirigida con acierto, prestigio internacional y gran entusiasmo
por el uruguayo Enrique Iglesias. Se trataba de garantizar que las
declaraciones de intenciones y los compromisos adquiridos por los países
miembros en las cumbres tuvieran un adecuado seguimiento de su
ejecución durante todo el año.
Sin embargo, y pese a las
bases sentadas y los buenos deseos, la cita del año pasado en Mar de
Plata, celebrada con la significativa -y difícilmente justificable-
ausencia del presidente del gobierno español, mostró que la fórmula se
estaba agotando ante la indiferencia de los países miembros. La cumbre
que este fin de semana se celebra en Asunción demuestra ya sin ambages
que la experiencia diplomática conjunta iberoamericana está tocando a su
fin. Nada menos que 11 jefes de Estado han delegado su representación
en la cumbre a sus ministros de relaciones internacionales, entre ellos,
los grandes de América del Sur (Brasil, Argentina y Colombia),
mostrando un desapego -cuando no abierto desdén- que se antoja
irrecuperable por la suerte de la Comunidad Iberoamericana de Naciones.
Las
cumbres iberoamericanas, producto de una iniciativa española apoyada
por México que consiguió involucrar al resto de países, no ha conseguido
trascender a las políticas nacionales de sus miembros para convertirse
en una verdadera estructura de integración de los pueblos. Ha bastado
que la crisis económica atenace a España, y con ello desciendan los
recursos y a la atención dedicada a la cooperación iberoamericana, para
que desaparezca el impulso de la cita anual. Los nuevos foros de
interlocución subregional exclusiva, la creciente importancia para
América de los mercados asiáticos y la mejoría de la economía
latinoamericana en su conjunto también han conspirado contra la idea de
la integración iberoamericana.
Poco importa, así, que los
temas tratados sean de gran calado económico y social a uno y otro lado
del Atlántico. Tal como indicó el secretario general iberoamericano en
su informe de apertura de la cumbre, la apuesta por el desarrollo de
infraestructuras en esta década, cifrada en una inversión de 200.000
millones de dólares, es un momento de oportunidad para poner de relieve
la importancia del vínculo iberoamericano, combinando las necesidades
americanas de inversión en desarrollo, apoyadas en un fuerte crecimiento
económico, con la probada capacidad tecnológica que pueden aportar las
empresas ibéricas en un momento en que la coyuntura económica exige
reorientar los flujos económicos.
En esta situación de
desencanto generalizado, y antes de escenificar un nuevo y bochornoso
espectáculo de deserción masiva, quizá fuera aconsejable plantearse la
suspensión de la cumbre del próximo año en Cádiz y pedir a los jefes de
Estado de los países escépticos que sean ellos quienes propongan la
periodicidad, contenidos y grado de compromiso que están dispuestos a
asumir sus gobiernos para considerar este foro prioritario en su agenda y
de asistencia obligada. Sin voluntad de sus miembros, no hay comunidad
que valga. El presidente de Chile,
Salvador Piñera, lo ha resumido perfectamente al advertir que no hay voluntad de integración.
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