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Aguas turbias

lunes 15 de octubre de 2007, 08:34h
León Trotsky lo dijo en Brest-Litovsk. Corría marzo de 1918 y se daban cita en este escenario una balbuciente República Socialista Soviética y los debilitados Imperios alemán, austro-húngaro y otomano. Cuatro años de guerra y devastación habían sido demasiado para estos pesados cuerpos políticos, que como vestigio de una época anterior dejaron su espacio a nuevas realidades en la década de 1920. Sin embargo, pese a los millones de seres humanos aniquilados, pese a la destrucción de las ciudades y los campos – o quizá precisamente a causa de estos hechos –, Max Weber relata que Trotsky pronunció una frase interesante, a saber, que todo Estado está fundado en la violencia.

Esto es, efectivamente, cierto si pensamos que los Estados poseen fuerzas y cuerpos de seguridad propios, con potestad para actuar empleando la violencia contra civiles dentro de su territorio. Parecido es el papel de los ejércitos, que suponen la proyección externa de los medios coactivos estatales y pueden llevar a cabo actos de violencia más allá de su propio suelo. Pero existe una precisión que debe ser subrayada. Las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado actúan de modo coactivo porque ‘pueden’ hacerlo, en el sentido de que en primer lugar representan a una comunidad política a la que sus ciudadanos pertenecen, y en segundo término, defienden una serie de valores recogidos – en el caso de las democracias – en una normativa aprobada mediante participación popular a través de la institución del Parlamento.

Las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado poseen, por tanto, autoridad y legitimidad, en tanto que se trata, a priori, de un instrumento para la defensa de nuestros valores comunes, en cuya elaboración hemos intervenido al menos parcialmente, y en tanto que intervienen ciñéndose a una ley previamente establecida y, en teoría, sólo aplican la fuerza cuando esta es estrictamente necesaria.

Del mismo modo, los ejércitos representan a un país, a una comunidad política que,  aún en los casos en que su funcionamiento no sea plenamente democrático, está legitimada para poseer un cuerpo bélico de tal naturaleza. Dentro de la esfera internacional en el momento en el que un Estado logra reconocimiento de sus pares y se establece como tal, le corresponde un derecho pleno a organizar un sistema nacional de fuerzas armadas.

La Guerra de Irak nos ha devuelto, sin embargo, a una realidad de otro tiempo. Las figuras de la descentralización y la delegación se han hecho fuertes en el universo bélico y lo han convertido en un lucrativo negocio. Como si se tratara de los ejércitos europeos del siglo XVII, las fuerzas armadas estadounidenses vienen utilizando en la invasión iraquí lo que en otro tiempo fueron mercenarios a sueldo. Así, compañías de seguridad privada como ‘Blackwater USA’, principal contratista del Departamento de Estado norteamericano en cuestiones de seguridad, han venido llevando a cabo en suelo iraquí tareas de vigilancia, patrulla y protección a altos cargos. Se trata, en el caso de los empleados de ‘Blackwater’, de grupos fuertemente armados, con instrucción militar proporcionada en sus propias instalaciones de Carolina del Norte y cuyos principios son, según la propia compañía, apoyar la paz y la seguridad, la libertad y la democracia en todo el mundo del modo más efectivo y a los costes más bajos posibles.

Los empleados de ‘Blackwater’ actúan sobre el terreno como soldados y disparan a matar. Buena prueba de ello es la masacre en la que a mediados de septiembre diecisiete civiles iraquíes desarmados murieron bajo las balas de agentes privados pertenecientes a la compañía americana. Este hecho llevó a la revocación de la licencia que el gobierno iraquí le había otorgado para operar en su suelo. Sin embargo el historial de ‘Blackwater’ no termina aquí, se extiende en una lista de oscuras acciones, entre ellas su posible participación en una red de tráfico de armas en Irak, investigada actualmente por el FBI, o su contratación como fuerza de apaciguamiento en el caos que vivió Nueva Orleáns tras el paso del huracán Katrina en verano de 2005.

La privatización visible en la guerra de Irak supone la inversión del adagio weberiano de que el Estado posee el monopolio de la violencia legítima, con el resultado de que personas con estatus de civil pero con entrenamiento militar, representantes únicamente de una empresa privada movida por el ánimo de lucro y cuyo servicio es precisamente la provisión de violencia con el eventual resultado de muerte, toman el relevo de los ejércitos nacionales cuando los efectivos de estos últimos cuerpos escasean. Esto es extremadamente grave. ¿Qué prioridades puede tener una empresa dedicada a hacer la guerra? ¿Es lícito que se convierta la actividad de invadir un Estado y matar a su población en un negocio en el que rija la maximización de los beneficios y la minimización de los costes? Los Estados pueden estar basados en la violencia, pero esa violencia se ha visto legitimada por la participación de sus ciudadanos en la comunidad política. Por el contrario, una empresa que tiene la violencia como razón de ser no posee legitimidad alguna; es una aberración espeluznante y obscena.

Pese a la entrada en vigor en 2001 de una Convención de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre la prohibición del uso de mercenarios en contextos de guerra,  la violencia de empresas como ‘Blackwater USA’ ocurre y además se ve protegida por las autoridades estadounidenses, de modo que no sólo las leyes iraquíes no les resultan de aplicación por mandato directo del antiguo Administrador Paul Bremer, sino que sólo a principios de este mes de octubre ha aprobado el Congreso americano una ley que permita procesar a los vigilantes privados que trabajan en Irak. Cabe destacar que en la consulta parlamentaria aún se registraron en Washington 30 votos en contra. Ver para creer...
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