martes 17 de julio de 2012, 07:55h
Tengo la sensación de que empezamos a
perder el equilibrio de ánimo y que regresan a nuestra cultura diaria algunos
de nuestros más conocidos demonios familiares; como el aprecio por la teoría
conspirativa, la búsqueda descarnada de culpables o el excesivo gusto por el
uso del cilicio sobre nosotros mismos. Son lastres históricos que pugnan por
revivir en cuanto que entramos en una crisis de alguna gravedad y, desde luego,
la actual es morrocotuda.
Este fin de semana leí la nota de Joaquín
Estefanía "Fraude o ignorancia" y se me encendieron las alarmas. Estefanía hace
el ejercicio facilón de comparar el programa electoral ("ilusionante") de un
Rajoy que buscaba ser centrista y señala sin esfuerzo que su política económica
ha acabado avanzando en la dirección contraria. Pero lo importante es su
pregunta inicial: "¿No
tenía el PP idea alguna de la profundidad y la naturaleza de la crisis
económica (como en su momento le sucedió a Zapatero, por lo que fue acuchillado
dialécticamente) o, conociéndola, perpetró un gigantesco fraude con su programa
electoral?" Es decir, resulta difícil saber qué cosa es peor, pero hay algo
seguro: Rajoy es CULPABLE por donde lo mires. Un análisis impecable, lástima
que a toro pasado. Y eso se vuelve contra el analista: ¿No sabía Estefanía cuan
bajo podía caer Rajoy, qué grado de
culpa podría tener a estas alturas? ¿Por qué no nos informó a tiempo, como se supone
que debe hacer un medio como El País, de lo extremadamente grave que era la
falta que iba a cometer el Presidente de Gobierno? La respuesta es sencilla: porque
nadie tiene una bola de cristal. Pues eso, no creo que sea necesario detenerse
mucho en la inutilidad de este tipo de ejercicios y de cómo, en el fondo,
reflejan la necesidad de sentirnos -en medio de la crisis- más astutos que la
madre que nos trajo al mundo.
Sigo pensando que nuestro mayor problema es el
tiempo perdido: desde hace cinco años cada mes que ha pasado sin adoptar
medidas contundentes ha ido creciendo la bola de nieve. Pero insisto que en ese
pecado hemos caído todos. ¿También los currantes?, preguntarán algunos. Pues
mire usted, con mucha menos culpa, pero también. De hecho, estábamos conformes
con tirar del crédito privado y que el Estado hiciera nuevos programas para
cualquier problema social relevante. Nunca nos preguntamos de donde salían los
recursos para respaldar todo eso. Claro, un jubilado no tiene la misma culpa
que los ejecutivos bancarios que le vendían preferencias. Pero completamente
inocentes del fiestón hay muy pocos. A menos que nos consideremos ciudadanos
inocuos, lo cual estaría aludiendo a un grave déficit de ciudadanía sustantiva.
Pero lo que temo es que ahora nos inclinemos
al extremo opuesto. El
otro demonio que empieza a asomar las orejas es el gusto por la
autoflagelación. Puede que al Nobel Paul Krugman le sorprenda la inclinación
hispánica al sacrificio inútil, pero las generaciones de la postguerra (años cuarenta
y cincuenta) recordamos perfectamente la percepción de entonces acerca de que
las cosas bien hechas sin suficiente sacrificio eran consideradas sospechosas.
Y cuando alguien protestaba por algo demasiado incómodo se le vituperaba con
frases como "este chaval no ha pasado suficiente hambre de pequeño".
Por eso empiezo a temer que a Rajoy pueda
asaltarle un deseo irrefrenable de agarrar el cilicio: si nos sacrificamos
hasta lo indecible estaremos en el buen camino. Y tampoco es eso. Como no lo es el abuso del látigo normativo.
Y, en esta línea, sé que lo que voy a decir puede sonar políticamente incorrecto, pero que le vamos a hacer:
empiezo a notar la tendencia a resolver los problemas de gestión
(económica y administrativa) mediante el
varapalo jurídico. Ahora nos vamos derechitos contra los rostros visibles y
empezamos a montar el delito económico con tantas ganas que temo que nos
pasemos del límite, y si lo hacemos... pues eso, lo del pan como unas hostias.
Imagínense la imagen frente a cualquier inversor: en España sólo pueden hacerse
negocios con garantía de éxito, porque si el negocio te va mal encima te pueden
meter en la cárcel. Todo un incentivo para la inversión (total como no nos es
imprescindible). Y algo semejante sucede con la corrupción pública. Como dijo
el maestro Sartori es cien veces preferible un Estado que contiene la
corrupción que otro que se obsesiona con ella y acaba paralizándose. Sirve
mucho más al bien común el primero que el segundo.
Así que espero que no pasemos de la fiesta al
cilicio. Como dice Felipe González hay que ser más sueltos de cintura. Cierto,
es tiempo de sacrificios y, sobre todo, no hay que postergarlos; pero, como nos
enseñó Obama, ensañarnos con los gestores y los emprendedores sólo empeora las
cosas. Dejemos de buscar culpables maquiavélicos y no caigamos en la
autoflagelación. Simplemente concertemos de una vez un pacto de Estado para la
estabilidad, el crecimiento y el empleo. Además, así evitaremos batallas que no
por ser más sangrientas resultarán más útiles.